Capitulo 4

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En las dos semanas siguientes al baile, mi vida volvió a recuperar más a menos la normalidad. Mi

padre regresó a Washington D.C., por lo que la situación fue mucho más llevadera en casa,

básicamente porque de nuevo ya podía escabullirme por la ventana para mis incursiones nocturnas al

cementerio. No sé qué le veíamos a ese lugar para que nos atrajera tanto; quizá fuera por las lápidas,

porque resultaba cómodo sentarse sobre ellas.

Solíamos reunirnos en un pequeño terreno donde estaban enterrados los miembros de la familia

Preston que habían fallecido en los últimos cien años, más o menos. Había ocho lápidas, distribuidas en círculo, por lo que podíamos sentarnos en corro para pasarnos los cacahuetes hervidos. Una vez,

mis amigos y yo decidimos indagar sobre la familia Preston: fuimos a la biblioteca para averiguar si

había algo escrito sobre ellos. La cuestión es que, si vas a sentarte en la lápida de alguien, por lo

menos deberías saber algo sobre esa persona, ¿no?

Resultó que los archivos históricos no contenían mucha información sobre la familia Preston,

aunque sí que encontramos una pequeña perla: Henry Preston, el padre, era un leñador manco, lo

creas o no. Por lo visto, podía talar un árbol con la misma celeridad y precisión que cualquier otro

hombre con dos brazos.

La visión de un leñador manco no deja de ser sugerente, así que empezamos a especular sobre él.

Solíamos preguntarnos qué más podía hacer con un solo brazo, y nos pasábamos largas horas

charlando sobre con qué rapidez sería capaz de darle a una pelota con un bate de béisbol o si podría

atravesar a nado el canal intracostero. Admito que no eran unas conversaciones de alto nivel cultural,

pero lo cierto es que me lo pasaba bien.

Un sábado por la noche, Eric y yo habíamos salido con un par de amigos. Estábamos comiendo

cacahuetes hervidos y hablando sobre Henry Preston cuando Eric me preguntó qué tal había ido mi

«cita» con Jamie Sullivan. Desde el baile apenas había coincidido con él, porque ya había empezado

la temporada de fútbol y Eric había estado fuera del pueblo los dos fines de semana previos, con el

equipo del instituto.

—Ah, bien —contesté, encogiéndome de hombros, intentando mantener una actitud indolente.

Eric me propinó un codazo de complicidad en las costillas, y yo resollé. Él pesaba, como

mínimo, catorce kilos más que yo.

—¿Le diste un beso de despedida?

—No.

Tomó un largo trago de su lata de Budweiser mientras yo contestaba. No sé cómo lo hacía, pero

Eric nunca tenía problemas para comprar cerveza, lo cual era extraño, pues todo el mundo en el

pueblo sabía que era menor de edad.

Se secó los labios con el reverso de la mano mientras me miraba de soslayo.

—Pensaba que, después de que ella te ayudara a limpiar el lavabo, como mínimo le darías un

Un Amor Para RecordarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora