Tenía leucemia. Lo sabía desde el verano.
Cuando me lo dijo, me quedé blanco. Un puñado de imágenes atravesó mi mente a gran
velocidad. Fue como si, en ese breve instante, el tiempo se hubiera detenido de repente, y comprendí
todo lo que había pasado entre nosotros. Entendí por qué ella me había pedido que aceptara el papel
de Thornton en la obra de teatro; comprendí por qué, después de que acabáramos la función, Hegbert
le había susurrado al oído, con lágrimas en los ojos, que ella era su ángel; comprendí por qué
Hegbert tenía un aspecto tan cansado últimamente, y por qué parecía incómodo con la idea de que yo
pasara todos los días por su casa a ver a Jamie. De repente, todas las piezas encajaban en el
rompecabezas.
Por qué ella quería que aquella Navidad fuera especial en el orfanato…
Por qué no creía que pudiera ir a la universidad…
Por qué me había regalado la Biblia…
Todo tenía sentido y, al mismo tiempo, nada parecía tener sentido.
Jamie Sullivan tenía leucemia…
Jamie, la dulce Jamie, se estaba muriendo…
Mi Jamie…
—No, no —susurré consternado—, seguro que se trata de un error…
Pero no había ningún error. Cuando volvió a decírmelo, perdí el mundo de vista. Noté que la
cabeza empezaba a darme vueltas y me aferré a Jamie con fuerza para no perder el equilibrio.
En la calle vi a un hombre y una mujer, que caminaban hacia nosotros, con las cabezas gachas y
las manos en los sombreros para evitar que salieran volando con el vendaval. Un perro atravesó la
calle trotando y se detuvo a olisquear unos arbustos. En la otra acera había un hombre encaramado a
una escalera de mano, retirando las luces de Navidad de la fachada. Escenas normales de la vida
diaria, acciones en las que no me había fijado hasta entonces, de repente me enfurecían. Cerré los
ojos, deseando poder despertar de aquella espantosa pesadilla.
—Lo siento, Landon —seguía repitiendo ella, una y otra vez.
Sin embargo, era yo quien debería pedirle perdón. Ahora lo sé, pero mi confusión me mantenía
paralizado, incapaz de articular ni una sola palabra.
Sabía que no se trataba de una pesadilla. Volví a abrazarla, sin saber qué otra cosa podía hacer,
mientras las lágrimas rodaban por mis ojos, intentando sin éxito comportarme como la roca firme que
creo que ella necesitaba.
Lloramos juntos en medio de la calle durante un buen rato, a escasos metros de su casa. Volvimos
a llorar cuando Hegbert abrió la puerta y vio nuestras caras, y al instante comprendió que yo sabía su
secreto. Lloramos cuando mi madre nos estrechó contra su pecho y se puso a hipar
desconsoladamente con tanta fuerza que tanto la criada como la cocinera quisieron llamar al médico
porque pensaron que a mi padre le había ocurrido algo grave. El domingo, Hegbert anunció la noticia
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Un Amor Para Recordar
RomancePrólogo A los catorce años, mi vida cambió para siempre. Sé que hay personas que se sorprenden cuando me oyen hablar así; me miran con interés, como si Quisieran descifrar qué es lo que sucedió, aunque casi nunca me molesto en dar explicaciones. M...