♦️Capítulo 11♦️ Reencuentro con el pasado

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Un viejo dicho asegura que el pasado nunca se va. Se queda agazapado en las pequeñas cosas que para otros carecen de significado. Se impregna en las calles, en una melodía, en un árbol con raíces prominentes...

Cuando volví a Croacia lo desgastado del ambiente consolidó mis recuerdos que eran tan palpables como una hoja. A pesar que mi país se encontraba dividido entre la ocupación italo-germana, conservaba su esencia propia. Había pasado un año desde que un grupo de cuatro jóvenes partieron buscando una solución. Y ahora después de tantos meses, uno estaba muerto, otros dos desaparecidos, y yo..., bueno, yo había transigido de la guerra y buscaba mi amor para vivir la historia feliz que nos merecíamos.

Pero el amor no quiso conservarme la persona escogida.

Pisando el distrito de Donji Grad, como una jugarreta preparada para torturarme, el frío clima se fue agudizando. El invierno de febrero no superaba al que acontecía a finales de año, pero sin duda ese mes marcó el invierno más despiadado de toda mi vida, y no necesariamente por la parte física. Las casas que me habían visto crecer estaban deshabitadas. Corrí de forma inconsciente primero a la de Karolina, tocando como un loco, arañado las puertas ventanas delanteras y traseras.

Como era lógico nadie respondió y ya sentía mi pecho comprimirse de imaginar miles de pensamientos espantosos. Recordé mis cartas y me lancé desesperado al buzón. Estaban casi todas...

Desde la que contaba la muerte de Alejandro, mi traslado a Hungría y los proyectos de nuestra casita de ensueños. Cientos de cartas sin llegar a las manos destinadas... El temblor al que sucumbí no lograba despojarme del frío, porque era tanto el tormento que me asfixiaba que no tenía alivio o consuelo. No entendía qué estaba pasando, y apenas llegué a casa de mi tía para darme otro de los disgustos más grande de ese fatídico año.

El recibimiento de madera estaba repleto de basura, y para entender porqué quedé desconcertado, sépase que mi tía era una mujer trabajadora, sumamente limpia. A diferencia de la vecina, esa casa no tenía cerrojos y para colmo de turbaciones, el interior de la misma contenía polvo acumulado de semanas. Estaba sucia, oscura, y sin vestigio de mi parienta. Salí a la terraza buscando una explicación y la casualidad fue bondadosa conmigo, permitiendo que esa tarde la señora Josipović se asomara desde su balcón envuelta en mantas a descubrir quién había irrumpido en la casa del costado.

—¿Quién anda ahí? —gritó recelosa.

Yo tenía barba de cinco meses, un ushanka¹ que cubría toda mi cabeza y una bufanda oscura que abarcaba parte de mi pecho. Entre abrigos y demás indumentaria era imposible reconocer al Dušan Sever que una vez se marchó de Zagreb. Todo era parte del disfraz para seguir siendo Ivo Modrick y correr con la casualidad que no me atraparan.

—Solo un amigo —le respondí—. Buscaba a la viuda Sever.

La vecina cambió el semblante de su rostro para mostrar evidente tristeza.

—¿Desde hace cuánto no ves a tus amigos? La viuda Sever murió el otoño pasado.

No. Mi primera reacción fue negarlo. No, definitivamente no podía estar escuchando esa noticia de forma tan casual como si diesen un recado cualquiera. Tuve que ponerme más blanco de lo que normalmente caracterizaba a mi piel porque la señora Josipović murmuró algo sobre si estaba bien.

No estaba bien. Dejé de escuchar con claridad y la visión se tornó borrosa. Miles de memorias volvieron a mi cerebro como flashbacks de una película: Cuando mi tía me recogió en el entierro de mis padres después del accidente automovilístico, cómo me llevó a fisioterapia para una adecuada recuperación de mis extremidades. La primera vez que me dejó montar bicicleta, lastimándome en el intento sobre la rodillas para que ella me lavara y vendara la herida y me dijera que los hombres no lloraban por nimiedades. Era un niño pero quería que creciese fuerte.

Aunque su carácter endurecido por los golpes de la vida la volvieron una mujer reservada, sentí su cariño de muchísimas maneras. Yo estaba consciente que me quería y ahora había... había muerto sin verme. Por eso no respondía mis cartas, no existía nadie para leerlas.

—¿Cómo... cómo? —balbuceé sin conseguir la frase completa.

No me atrevía a decirlo en voz alta. Tal vez mi mente en su aflicción se aferrara de nuevo a la idea que si no lo dejaba salir de la boca, se tornara mentira, como si nunca hubiese sucedido.

—¿Cómo murió? —terminó por mí la vecina—. De un infarto. Mi esposo fue un día a venderle la leche y no abría la puerta. La encontró más tiesa que una roca.

Ya estaba hecho, acababa de escuchar los detalles y fueron como un golpe de realidad que azotó mi mente. Tenía que aceptarlo. No obstante, los ojos se me empañaron y los sequé antes que el líquido echara a perder mi tapadera.

—Joven, ¿se encuentra bien?

—Era una gran mujer —contesté aún pasando la punta de la bufanda por los ojos.

—Así es la vida —dijo, encogiéndose de hombros—. Unos vienen, otros se van... Su sobrino también desapareció cuando las tropas alemanas se posicionaron de lleno en Croacia.

Aclaré la garganta antes de preguntar:

—¿Sabe usted de los Novak?

Ante la pregunta dejó de mostrar tristeza y en su lugar, un gesto despectivo me indicó lo peor.

—Esos asquerosos vendidos a Hitler ¡Me alegro tanto que se hayan marchado!

—¿Marchado? ¡A dónde! ¿A dónde se han marchado?

—¿Escuchaste lo que dije, insensato? ¡Son unos traidores igual que el resto de la gente de este país! —Batió sus manos al aire— ¿Por qué quieres saber de ellos?

—Por favor dígame, dígame... Será para la última cosa que la moleste.

Supliqué desde mi corazón destrozado evitando pensar en ese momento la cuestión que se habían vendido a los nazis. No podía soportar más decepciones y traté de aferrarme a la esperanza que al menos estaban vivos y a salvo. Mi Karolina estaba viva, y yo iba a encontrarla.

—Se largaron a Varsovia, donde la guerra está en su apogeo. Ese desgraciado Dimitri Novek... ¡Ahora es un capitán del NDH!²

—Gracias señora Josipović —dejé escapar arrepintiéndome en el acto, esperando que la decepción de haber tenido que hablar de sus despreciables vecinos le hiciera pasar por alto la mención de su apellido.

—¡Alto! —gruñió cuando estaba en el umbral de la puerta que daba al interior de la casa— ¿Cómo narices sabes mi nombre?

—Yo... era... íntimo de las personas que vivían en esta casa —me respaldé—. Ellos hablaban bien de usted.

Me despedí con la cabeza y me adentré a la casa para subir a mi antigua habitación. Los peldaños de la escalera de madera crujían a cada paso mientras yo acariciaba el pasamanos como si se tratase de una obra de arte. Un año fuera, y me habían acontecido tantas penurias...

Recogí el resto de ropa empolvada que me quedaba en una maleta, y tomé la única foto que mi difunta tía se había tirado desde que me trajo a la casa. Era un retrato de perfil, con vestido que ella misma había cosido. La guardé junto a la de mi astro y aprecié por unos largos minutos los chorongos dorados y la sonrisa reluciente capaz de encandilar a la luna de mi amiga de infancia. Faltaba muy poco para verla. Cuando la tuviera conmigo, los afanes que me corroían valdrían la pena. Todas las dificultades que atravesé antes hasta ese punto, me parecerían recuerdos muy, muy lejanos del pasado. Porque cuando un amor es verdadero, los esfuerzos, el tiempo y la distancia no son rivales para desbaratarlo. Yo me sentía valiente en el campo del amor, pues seguiría derrumbando todos los obstáculos que se formaran en mi camino hasta estrecharla entre brazos.

Y con esta resolución me encaminé rumbo a Polonia. Sin contar con la guerra, sin contar mi dinero y por supuesto, sin contar con el destino. Porque yo labraba mi propio destino y en esta ocasión me destiné a ser feliz de una vez por todas.

Nota

¹ Ushanka: sombrero de piel con orejeras que caen a cada lado de la cabeza.

²NDH: (Estado independiente de Croacia) Nuevo gobierno títere formado en 1941 por el Reich Alemán.

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