La historia de Dios y del Hombre está llegando a su fin. Cuando el apocalipsis cubre toda la tierra, las maravillas tanto divinas como mortales son manchadas por las marcas del inframundo. El mundo se sume en guerra, caos, penurias e incertidumbre.
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La oscuridad de una noche casi perpetua y sin estrellas había envuelto en melancolía, tristeza y tragedia la metrópolis de Asgard y a todos sus habitantes. Eran capas de maldad pura hecha a partir de la incertidumbre de lo que pasaba en la tierra de los humanos, así como confusión e intercambio de información de dudosa procedencia acerca de lo que pasa con las tropas celestiales enviadas allá a averiguar el significado de los símbolos del diablo. Pero para Asgard, las coincidencias jugaron una despiadada broma contra sus corduras, pues justo cuando dejaron de recibir mensajes de Baldur a través de los cuervos celestiales de Odín, Hugin y Munin... llegó el invierno. Un invierno frío y hostil como el que Asgard jamás había sentido en sus miles de años de existencia. Ese invierno era...
—Fimbulvert —dice Odín, asomándose por el umbral de su balcón y obteniendo impresionantes vistas de los rascacielos dorados y la iluminación urbana fosforescente de Asgard siendo desolados por una calma pero tenebrosa tempestad de vientos gélidos y capas de nieve recubriendo las calles, los tejados, las fachadas de los edificios y hasta sus interiores—. El invierno ha llegado.
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Frigg se estremece entre las sabanas de la cama matrimonial y observa a su marido con preocupación.
—¿De nuevo te pones a hablar del Fimbul, cariño? —balbucea la diosa, entre la histeria y el nerviosismo— Está es la decima vez que te despiertas y anuncias que el invierno ha llegado desde hacía ya meses... —se baja de la cama lentamente y camina hasta Odín, apoyando una mano sobre los pilares embebidos a las paredes en el proceso—, y d-desde que no has recibido noticias de Baldur en Midgar te has vuelto más y más paranoico...
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