3. 90 minutos.

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El día empezó tan increíblemente bien que tuve acelerado el pecho desde primera hora y confié a ciegas en sus promesas. Porque me la había encontrado en la cocina bailando mientras preparaba el desayuno en lugar de sentada frente al ordenador, y eso era una señal de las que te permitían cerrar los ojos y saltar al vacío. Y para colmo luego me regaló las entradas para ir al concierto de Vanesa Martín, para que fuéramos juntas, y me ofreció un día prácticamente entero para las dos, con paseo por El Retiro incluido. Es que no podía creérmelo y aún así me lo creí por completo.

Cuando salí de la ducha me la encontré ya vestida y me quedé unos segundos mirándola. No llevaba ni americana, ni faldas de tubo, ni moño de empresaria. Todo eso le quedaba muy bien, pero echaba de menos la ropa que me recordaba que era más que su trabajo. Por eso tuve que observarla de más para grabarme su imagen con aquellos vaqueros ceñidos, la camiseta del corazón y el puñal de Bon Jovi metida por dentro, y unas Vans en los pies. Había rejuvenecido solo por ese estilismo al menos cinco años, y eso que Almudena no tenía ni una sola arruga aún.

Tenía pensado ponerme un vestido, pero al verla a ella cambié de opinión y elegí un look más parecido al suyo. También unos vaqueros, aunque más amplios, y una camiseta sencilla de color blanco a juego con las deportivas. Si íbamos a jugar a viajar al pasado lo teníamos que hacer bien. Mientras caminábamos de la mano por el parque pensaba en eso. En que por un rato estábamos dejando de ser Miriam, la que trabajaba en la auditoría de su padre, y Almudena, la asesora financiera más ambiciosa de la ciudad. Volvimos a ser las dos universitarias que salían a tomar algo los fines de semana y el tiempo se les iba de las manos a pesar de que se acercaban los exámenes.

Para acabar de rematar todos sus aciertos, mi novia me llevó a comer a uno de mis restaurantes italianos favoritos en la ciudad. Había hecho la reserva en secreto y prácticamente no me inmuté cuando pasamos por la puerta paseando hasta que dijo "Me ha llegado la confirmación de una reserva aquí a tu nombre, ¿qué me dices? ¿La aceptamos?", y salté a su cuello y me la comí a besos como respuesta. Es que de verdad éramos las de antes, solo que con más dinero en el banco que nos permitía comer ahí sin tener que apretarnos el cinturón el resto del mes.

El entrante, el primero y el segundo estuvieron exquisitos. Una pena que luego se me atragantaran, porque cuando volví del baño, además del tiramisú en la mesa, me encontré una cara de Almudena que no era la misma a la que había tenido el resto del día, y estaba segura de que no suponía buenas noticias. Estaba siendo tan increíblemente fantástico que no me lo vi venir, aunque debería haberlo hecho, porque era obvio que mi novia no iba a poder aguantar todo el día sin mirar el teléfono.

-¿Qué pasa? – Pregunté sentándome de nuevo frente a ella y cogiendo la cucharilla del postre. No la miré a los ojos porque ese verde suyo sabía reblandecerme demasiado rápido, y seguro que no se lo merecía.

-No te enfades, ¿vale?

-¿Qué pasa? – Repetí.

-Me ha llamado mi jefe y me ha dicho que tengo que mandarle unos documentos muy importantes esta misma tarde. – La escuchaba mientras introducía la cucharilla en la primera capa del tiramisú, como si no me acabara de arruinar el día con una simple afirmación. – Solo será un momento, Miriam. Volvemos a casa, se los mando y vuelvo a ser toda tuya.

-Creía que habías apagado el teléfono del trabajo... - Musité llevándome el dulce a la boca.

-Me ha llamado al personal. Ya sabes que solo lo usa para urgencias.

-Pues nada. Vámonos. – Resolví. Dejé la cucharilla de malas formas en el plato y me giré para coger el bolso del respaldo de la silla.

-Miriam, por favor. Acábate eso. – Dijo señalando el postre. Negué con un gesto y me puse de pie.

(Des)acompasadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora