12. María

100 17 0
                                    

Cuando escuché el cerrojo fue como si me despertara del estupor, toda la fuerza y voluntad volvió a mi cuerpo. Era dueña de mí misma otra vez.

Corrí el pequeño metro y me tiré a un costado de la niña. No perdí más tiempo en desatarla y sacarle la mordaza, la cual había dejado una marca que parecía dolorosa.

La niña se abrazó a sí misma y lloró de manera sonora, ahora que no tenía la boca obstruida.

Yo la miré de manera nerviosa, con mis brazos extendidos en su dirección, pero sin llegar a tocarla. No sabía cómo actuar, no sabía qué hacer con aquella pequeña niña temblorosa y envuelta en lágrimas.

La niña lloró durante largos minutos en los que yo no me vi con la valentía de interrumpirlos. No la conocía de nada, no me sentía con el derecho de consolarla, y tampoco podía prometerle que todo estaría bien, cuando ni siquiera podía asegurar mi propio destino.

En ese tiempo que duró su silencio sólo ocupado por su llanto, me dediqué a verla, e intentar buscar en mis recuerdos si alguna vez la había visto en algún lado. No conocía a mi padre, pero lo poco que llevaba en este lugar, me había servido para comprender que todo lo que hacía tenía un fin macabro, y estaba segura que la presencia de esta niña no era la excepción. Pero por más que busqué, no encontré una cara parecida ni familiar en mis recuerdos.

La niña era menuda, tirando a desnutrida, como si en su casa no la alimentaran debidamente. Algo me decía que era una jovencita triste y no querida. Su cabello negro y piel almendrada era hermosa. No podía entender como alguien podría hacerle daño a tan tierna criatura. No entendía nada. Ni tampoco entendía en qué se relacionaba la presencia de esta niña conmigo.

Mientras intentaba comprender algo de la situación, mis pensamientos fueron interrumpidos por su voz, la cual sonaba dolida y aireada por el llanto.

— ¿Dónde estoy? — preguntó en medio de sus lágrimas, que parecieron cesar sólo un poco. Tenía una voz muy suave y delgada.

— No lo sé — respondí, sintiéndome culpable al ver en su expresión que mis palabras en vez de tranquilizarla hacían todo lo contrario.

— ¿Q-qué hago aquí? — intentó con otra pregunta.

Me mantuve en silencio, sin poder ocultar una expresión de dolorosa frustración.

— Eso tampoco lo sabes — llegó la niña a la conclusión por ella misma, y yo no negué su intuición, estaba en lo cierto.

La situación me había formado un nudo en la garganta y unas apremiantes ganas de llevarme por el llanto. ¿Cómo eran capaces de implicar a una niñita inocente? ¿Estas personas no tenían ni una pizca de corazón?

La niña se frotó con fuerza las ojeras, intentado limpiarse el rostro húmedo en la manga de su vestido. La niña llevaba lo que parecía ser un camisón de dormir, y sus pies estaban descalzos, en contacto directo con el frío piso.

— ¿Tienes frío? — le pregunté al verla temblar, pero dudaba mucho que en verdad lo hiciera por el frío, parecía más bien un tembleque ocasionado por el temor y la incertidumbre.

La niña me contestó con una negación de cabeza, así que no volví a insistir. Pero me vi en la obligación de buscar un tema de conversación cuando el silencio volvió a situarse entre nosotras, cosa que hacía que sus ojos se acumularan en lágrimas otra vez. Era una inútil allí, pero por lo menos quería ser capaz de despejarla de su mente un momento.

— ¿Cuál es tu nombre? — se me ocurrió preguntar.

Silencio.

La niña se mantuvo en aquella posición, quieta, ocultando la cabeza entre sus rodillas.

Iba a darme por vencida cuando la niña tardó en contestar, pero, la respuesta llegó segundos después, en un hilo de voz quebrado, que aún se recuperaba del llanto amargo.

— M-maría...

Su nombre fue pronunciado como una pequeña espora de humedad en medio de aquella habitación envuelta en sombras y pinturas añejas. Ella parecía ser lo único con vida y color en medio de ese cuarto parado en el tiempo. Y mi corazón se encogió al pensar si a ella le esperaría un destino similar al mío, no sabía qué tenía pensado Cronos hacer con ella, pero por algún motivo, sentí que debía detenerlo, que debía salvar a esta chiquilla triste.

— Yo soy Amanda... — me presenté.

María asomó los ojos a través de su brazo, el cual descansaba sobre sus rodillas flexionadas. Sus ojos brillaron a causa de la humedad de las lágrimas. La imagen de la pequeña abría un hueco en mi corazón. No podía, me partía entera el alma verla aquí, siendo una cautiva más, encerrada en esta habitación rodeada por monstruos humanos que eran capaces de secuestrar a una niña tan pequeña e indefensa.

— Prometo que todo estará bien — le juré allí mismo. Yo parecía más convencida de mis palabras que la misma niña a la cual prometía proteger. Debía verme decepcionante ante sus ojos, ella era la niña y yo la adulta, pero sin que dijera nada, sentía como si los papeles se hubieran invertido y la que terminaría siendo protegida sería yo —. Te sacaré de aquí... a ambas.

La niña, todavía sosteniéndome la mirada, con aquellos ojos tristes, intentó sonreírme, pero sus comisuras temblaron en el intento de una, las fuerzas de sus labios cayeron antes de poder completar la mueca. Su intento fallido ocasionó una lágrima en mí, pero la suprimí de inmediato. Yo era la adulta, debía mostrarme fuerte. 

AngelusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora