Mensaje

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—Miro al cielo que ya no tiene colores, — su voz resonaba en todo el lugar. — Ya no veo el sol y son grises las flores, — sus ojos azules completamente tristes. — Mi única certeza son tus ojos muy dentro de mí.

Muy dentro de sí, esperaba que su psiquiatra regresara. Estaba seguro de que no estaban en fin de semana, puesto que la última vez que la vio fue un martes y Ariadne iba todo los días de semana a verle.

—Si no te vas, mi amor tendrás, — esas fueron las últimas palabras que escaparon de sus labios.

La puerta se abrió de un momento a otro y un escalofrío le recorrió el cuerpo por completo. Las luces ya habían sido apagadas y lo único que hacía penumbra en el lugar era la luz que provenía del pasillo.

Sin embargo, sabía de quien se trataba. No necesitaba ser adivino para saber quién era la persona que lo estaba visitando a esas horas de la noche. El sonido tétrico de pisadas seguras combinado con el olor a cigarrillo delataban quien le hacía visita.

—Ari, — sú único susurro tan bajo, que estaba seguro que nadie lo escuchó. — Sálvame. 

Abrazó sus piernas, queriendo escapar una vez más. Enterró su rostro entre sus brazos y se negó a mirar. Tenía miedo y podía sentir como el terror transitaba ferozmente por cada una de sus venas y aceleraba su corazón.

Sabía lo que había venido a hacer esa persona y no quería escucharlo. No podía soportarlo, era demasiado. Había sentido el aliento de la muerte y la había mirado directamente a los ojos. No quería más.

—Libres seremos como ángeles, — y pensó en Ariadne, mientras intentaba contener las lágrimas dentro de sus ojos. — Que juegan entre los árboles.

El primer sollozo escapó de sus labios, fallando miserablemente en su misión de mantenerse fuerte. Las manos comenzaron a temblarle, pero controló sus sentimientos. Mantuvo la calma, a pesar del terror que invadía su cuerpo y su alma.

Había dejado de sentir miedo hacia esa persona desde el momento en que había elegido confiar en Ariadne hacía un par de días atrás. Había dejado la lealtad fuera de aquello y había besado a su psiquiatra.

Ari, — y mantuvo su nombre en su mente como un mantra.

Sin embargo, el temor había vuelto y sabía de lo que esa persona era capaz de hacer. Lo había visto con sus propios ojos y lo había probado en su misma carne. Y por ello tenía tanto miedo.

—¿Por qué lloras, mi hermoso niño? — preguntó, poniéndose a la altura del chico de cabellos castaños. La voz fría y burlona hizo que el terror aumentara.

Sintió el frío instalarse en su corazón.

—Contéstame, — escuchó su voz gélida.

Pero, no contestó. No había nada que contestar.

Cerró sus ojos cuando sintió la mano suave, pero sin escrupulos, acariciar su mejilla. La sintió primero en su mejilla, después bajar por su cuello hasta meterse dentro de la bata blanca. Y la sintió de nuevo en su mentón. Esa misma mano que había traído muerte a su vida.

 Esa misma mano que pensaba era cálida en el pasado, se había tornado completamente en su contra, y era esa misma mano la que limpiaba sus lágrimas en esos momentos. Pero, el siguiente movimiento, logró asquearlo por completo.

Aquella lengua venenosa estaba lamiendo su oreja y se sintió realmente enfermo. Cómo si un enorme agujero se hubiese abierto en su pecho y amanezara con destruir la poca esperanza que le quedaba. Intentó no quejarse. Intentó no mostar el asco que sentía en esos momentos.

Requiem FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora