𝓒𝓪𝓹í𝓽𝓾𝓵𝓸 5 - 𝓣𝓪𝓷𝓽𝓸 𝓪𝓶𝓸𝓻

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Era una noche fría y despejada. Frente a la tienda de campaña, la hoguera de campamento ardía con fuerza. De vez en cuando, el sonido de un ave nocturna rasgaba el absoluto silencio que imperaba junto al lago. Sentada en un gran tronco junto al fuego, Claire suspiró. Desde que ella había besado a Leon aquella mañana y, por tan sólo un efímero momento, él la había correspondido, él se mostraba distante, pensativo. Se había sentado junto a un árbol, recostando la espalda en su recio tronco, y miraba el fuego sin ver. Ella, disimuladamente, lo observaba de reojo preocupada. Le gustaba todo de él, absolutamente todo; ahora lo sabía. No era sólo su cuerpo de infarto, su rostro infinitamente atractivo o su actitud atenta y amable. También era su honestidad, su sentido del honor, su valentía... Y por qué no decirlo... su tozudez. Ella estaba acostumbrada a tener que manejar a un hermano enormemente tozudo, se recordó con una sonrisa. Chris era un hombre sencillo; podía leer en él como en un libro abierto. Sin embargo, Leon era todo un misterio: tan solitario, correcto, cordial. Pero estaba segura de que gran parte de su mente y todo su corazón los guardaba tan sólo para sí mismo. Tenía mil preguntas que hacerle, y no se atrevía a hacerle ninguna. Quería conocerlo todo de él, que él se abriese a ella como no lo había hecho a nadie jamás. Pero sabía que desear aquello no era más que una quimera; y eso le dolía. Suspiró abatida de nuevo.

—¿Qué te ha hecho? —escuchó de pronto frente a sí.

Arrancada de sus pensamientos más hondos bruscamente, lo miró sorprendida.

—¿Qué te ha hecho ese capullo, para que desees estar aquí, con un tipo como yo? —él insistió clavando en ella una mirada seria, profunda.

«Menuda ironía», ella pensó. Y no pudo evitar dedicarle una sonrisa enternecida.

—Él siempre me lo ha dado todo sin ofrecerme realmente nada —respondió de un modo enigmático—. Es el tipo de hombre que las enamora a todas por ser perfectamente imperfecto —añadió soñadora.

—Quieres decir que él es consciente del efecto que causa en las mujeres y lo rentabiliza a su favor. ¿Es así? —preguntó pensativo enarcando una ceja.

—En absoluto. Dudo que él sea consciente de aquello que les hace sentir, siquiera; de aquello que a mí me hace sentir.

—¿Es una buena persona?

—La mejor —le aseguró apasionada.

—¿Y por qué quieres olvidarlo, entonces?

—Ya ni siquiera lo sé. Hasta hace poco, creía que ambos no estábamos en sintonía, qué él deseaba unas cosas, y yo otras completamente distintas. Él se ha acostumbrado a hacerme rabiar siempre que me ve, con su actitud madura, resuelta, decidida... A su lado, siento que jamás llegaré a estar a la altura —se lamentó con tristeza.

—¿A la altura de qué? —quiso saber curioso.

—De toda la admiración que siento por él desde el mismo instante en que lo conocí. Sentirme de este modo me molesta, me enfada, porque me acerca demasiado a la niña que creo que él ve en mí. Y eso interpone una barrera entre nosotros que, en demasiadas ocasiones, creo que es imposible superar.

Él asintió con la cabeza creyendo poder entenderla.

—¿Y qué hay de ti, Leon Scott Kennedy? ¿Qué piensas del amor?

Había aprovechado aquella conversación inesperada para intentar sondearlo en lo más profundo de su corazón, de su alma. Pero temía tanto saber su respuesta, que sintió cómo la angustia atenazó su estómago y su pecho haciéndola sentir enferma, incluso. Él pareció intuir su malestar porque, mirándola inquieto, se puso en pie y caminó hasta ella, la cogió de la mano y la hizo levantar. En silencio, se la llevó hasta el árbol donde él había permanecido sentado, se sentó de nuevo e hizo que ella se sentase entre sus piernas con la espalda apoyada en su pecho. La rodeó con sus brazos de un modo tranquilo, como si aquella complicidad fuese la más normal del mundo entre ellos. Ambos miraron el fuego en completo silencio.

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