Por La Chimenea

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—No quiero ir... No necesito ir a la enfermería... No quiero...

—Estoy bien, ya se los dije... es en serio

Bella y Harry farfullaban e intentaban soltarse del profesor Tofty, que los miraba muy preocupado tras ayudarlos a salir al vestíbulo, con un montón de curiosos estudiantes alrededor.

—Nos... encontramos bien, señor —balbuceó Harry secándose el sudor de la cara—. De verdad... Nos quedamos dormidos y... y hemos tenido una pesadilla...

—¡Es la presión de los exámenes! —aseguró el anciano mago, comprensivo, dándole unas débiles palmaditas en el hombro ambos—. ¡Suele pasar, jóvenes, suele pasar! Bébanse un vaso de agua fría y quizá puedan volver al Gran Comedor. El examen casi ha terminado, pero a lo mejor quieren acabar de pulir su última respuesta, ¿qué les parece?

—Sí —contestó Bella, desesperada—. O sea..., no..., ya hemos hecho... todo lo que podíamos, creo... —añadió, pues no estaba segura si Harry también lo había hecho.

—Muy bien, muy bien —repuso el anciano mago con amabilidad—. Voy a recoger sus exámenes, y les sugiero que vayan a descansar un poco.

—Sí, vamos a descansar un poco —dijo Harry asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Muchas gracias.

—Muchas gracias, señor —dijo Bella.

En cuanto el anciano mago desapareció por el umbral y entró en el Gran Comedor, Bella y Harry subieron a toda prisa la escalera de mármol, corrieron por los pasillos (iban tan deprisa que, al verlos pasar, los personajes de los retratos murmuraban reproches e imprecaciones), siguieron subiendo escaleras y finalmente irrumpieron como un huracán por las puertas de la enfermería; la señora Pomfrey, que le estaba administrando un líquido azul y brillante a Montague, gritó alarmada.

—¿Qué significa esto, Price, Potter?

—Necesitamos ver a la profesora McGonagall —gritó Harry, que jadeaba y sentía un fuerte dolor en el tórax—. ¡Es urgente!

—La profesora McGonagall no está aquí, Potter —dijo la señora Pomfrey con tristeza—. La han trasladado a San Mungo esta mañana. ¡Cuatro hechizos aturdidores de lleno en el pecho, a su edad! Es un milagro que no la mataran.

—¿No está... aquí? —repitió Bella, horrorizada, mirando a Harry y éste le devolvió la mirada con la misma expresión.

Entonces sonó la campana y los chicos oyeron el clásico estruendo de los alumnos al salir en tropel de las aulas en los pisos de arriba y abajo. Se quedaron muy quietos mirando a la señora Pomfrey. El terror se estaba apoderando de ellos por momentos.

No quedaba nadie a quien pudieran contárselo. Dumbledore se había ido, Hagrid se había ido, pero ellos siempre habían contado con que la profesora McGonagall estuviera allí, irascible e inflexible, sí, pero siempre digna de confianza, ofreciendo su sólida presencia...

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Bella, para sí misma.

—No me extraña que estén conmocionados —continuó la señora Pomfrey, comprensiva e indignada—. ¡Como si alguno de ellos hubiera podido aturdir a Minerva McGonagall en igualdad de condiciones y a la luz del día! Cobardía, eso es lo que es, vil cobardía. Si no me preocupara lo que podría sucederles a los alumnos si yo no estuviera aquí, dimitiría para manifestar mi protesta.

—Sí... —repuso Harry, atontado.

Se alejaron de la enfermería sin saber adónde iban y echaron a andar por el bullicioso pasillo, zarandeados por la multitud; el pánico se extendía por sus cuerpos como un gas venenoso, la cabeza les daba vueltas y no se les ocurría qué podían hacer...

Bella Price y La Orden del Fénix©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora