La Orden del Fénix

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—¿Su...?

—Sí, Bella, mi querida y anciana madre —afirmó Sirius—. Llevamos un mes intentando bajarla, pero creemos que ha hecho un encantamiento de presencia permanente en la parte de atrás del lienzo. Rápido, vamos abajo antes de que despierten todos otra vez.

—Pero ¿qué hace aquí un retrato de tu madre? —preguntó Harry, desconcertado, mientras salían por una puerta del vestíbulo y bajaban un tramo de estrechos escalones de piedra seguidos de los demás.

—¿No les ha dicho nadie? Ésta era la casa de mis padres —respondió Sirius—. Pero yo soy el único Black que queda, de modo que ahora es mía. Se la ofrecí a Dumbledore como cuartel general; es lo único medianamente útil que he podido hacer.

Bella, que esperaba un recibimiento más caluroso, se fijó en lo dura y amarga que sonaba la voz de Sirius.

Siguió a su padrino hasta el final de la escalera y por una puerta que conducía a la cocina del sótano.

La cocina, una estancia grande y tenebrosa con bastas paredes de piedra, no era menos sombría que el vestíbulo. La poca luz que había procedía casi toda de un gran fuego que prendía al fondo de la habitación. Se vislumbraba una nube de humo de pipa suspendida en el aire, como si allí se hubiera librado una batalla, y a través de ella se distinguían las amenazadoras formas de unos pesados cacharros que colgaban del oscuro techo. Habían llevado muchas sillas a la cocina con motivo de la reunión, y estaban colocadas alrededor de una larga mesa de madera cubierta de rollos de pergamino, copas, botellas de vino vacías y un montón de algo que parecían trapos.

El señor Weasley y Bill, hablaban en voz baja, con las cabezas juntas, en un extremo de la mesa.

La señora Weasley carraspeó. Su marido miró alrededor y se puso en pie de un brinco.

—¡Chicos! —exclamó el señor Weasley; fue hacia ellos para recibirlos y les estrechó la mano con energía—. ¡Cuánto me alegro de verlos!

Detrás del señor Weasley, Bella vio a Bill, que todavía llevaba el largo cabello recogido en una coleta, enrollando con precipitación los rollos de pergamino que quedaban encima de la mesa.

—¿Has tenido buen viaje, bonita? —le preguntó Bill a Bella mientras intentaba recoger doce rollos a la vez—. ¿Así que Ojoloco no los ha hecho venir por Groenlandia?

—Lo intentó —intervino Tonks; fue hacia Bill con aire resuelto para ayudarlo a recoger, y de inmediato tiró una vela sobre el último trozo de pergamino—. ¡Oh, no! Lo siento...

—Dame, querida —dijo la señora Weasley con exasperación, y reparó el pergamino con una sacudida de su varita. Con el destello luminoso que causó el Encantamiento de la señora Weasley, Bella alcanzó a distinguir brevemente lo que parecía el plano de un edificio.

La señora Weasley vio cómo Bella miraba el pergamino, agarró el plano de la mesa y se lo puso en los brazos a Bill, que ya iba muy cargado.

—Estas cosas hay que recogerlas enseguida al final de las reuniones —le espetó.

Y luego fue hacia un viejo aparador del que empezó a sacar platos. Bill sacó su varita, murmuró: «¡Evanesco!» y los pergaminos desaparecieron.

—Siéntense —dijo Sirius—. Ya conocen a Mundungus, ¿verdad?

Aquella cosa que Bella había tomado por un montón de trapos emitió un prolongado y profundo ronquido y despertó con un respingo.

—¿Alguien ha pronunciado mi nombre? —masculló Mundungus, adormilado—. Estoy de acuerdo con Sirius... —Levantó una mano sumamente mugrienta, como si estuviera emitiendo un voto, y miró a su alrededor con los enrojecidos ojos desenfocados.

Bella Price y La Orden del Fénix©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora