La Profecía Perdida

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Al tocar el suelo con los pies, a Bella y a Harry se les doblaron ligeramente las rodillas y la cabeza del mago dorado cayó con un golpe metálico. Entonces echaron un vistazo a su alrededor y se percataron de que habían llegado al despacho de Dumbledore.

Durante la ausencia del director, todo se había reparado. Los delicados instrumentos de plata estaban de nuevo sobre las mesas de patas finas y echaban humo y zumbaban discretamente. Los directores y las directoras dormían en sus retratos y apoyaban la cabeza en los respaldos de los sillones o el borde de los cuadros. Bella y Harry se acercaron a la ventana: una línea de color verde pálido que recorría el horizonte indicaba que no tardaría en amanecer.

El silencio y la quietud, interrumpidos tan sólo por algún que otro gruñido o resoplido de un retrato durmiente, les resultaban insoportables. Se pasearon por el tranquilo y bonito despacho, respirando entrecortadamente e intentando no pensar. Ni siquiera eran capaces de mirarse o hablarse.

Ellos se sentían culpables. Si no hubiese sido por esos tres muchachos que aparecieron de pronto Sirius hubiera muerto; todo era culpa de ellos. Si no hubieran sido tan estúpidos para caer en la trampa de Voldemort, si no hubieran estado tan convencidos de que lo que habían visto en su sueño era real, o si se hubieran planteado la posibilidad, como había dicho Hermione, de que Voldemort confiara en la afición de ellos a hacerse los héroes...

Era insufrible, no querían pensar en ello, no podían aguantarlo. Dentro de ellos había un terrible vacío que no deseaban sentir ni examinar. No deseaban estar solos con aquel enorme y silencioso despacho, no lo soportaban...

Detrás de ellos, un cuadro soltó un sonoro ronquido y una voz impasible dijo:

—¡Ah, Harry Potter y Bella Price!

Phineas Nigellus dio un enorme bostezo y estiró los brazos mientras contemplaba a los chicos con sus pequeños pero vivaces ojos.

—¿Qué los trae a estas horas de la mañana? —les preguntó Phineas—. Se supone que en este despacho sólo puede entrar el legítimo director. ¿Acaso los ha enviado Dumbledore? Ah, no me digan que... —Volvió a bostezar, y un leve escalofrío le recorrió el cuerpo—. ¿He de llevarle otro mensaje al inútil de mi tataranieto?

Ninguno podía hablar. Phineas Nigellus no sabía que, por un milagro, Sirius estaba vivo, ¿qué hubiesen dicho unos minutos antes, si él hubiese fallecido?

Unos cuantos retratos más empezaron a moverse. El terror que les producía la idea de que los interrogaran impulsó a Harry a cruzar la habitación a grandes zancadas y a llevar una mano al picaporte de la puerta. Bella lo siguió: no iba a quedarse allí sola.

Pero la puerta no se abrió. Harry estaba encerrado.

—Supongo que esto significa que Dumbledore volverá a estar pronto entre nosotros —aventuró el mago corpulento de nariz roja que colgaba en la pared, detrás de la mesa del director. Bella se dio la vuelta y vio que el mago los observaba con mucho interés. Ella asintió y Harry tiró otra vez del picaporte, pero la puerta seguía cerrada—. Cuánto me alegro —comentó el mago—. Nos hemos aburrido mucho sin él. —Se acomodó en el sitial en que lo habían retratado y sonrió benignamente a Bella—. Dumbledore tiene muy buena opinión de ustedes, como ya deben de saber —continuó—. Sí, ya lo creo. Les tiene en gran estima.

Nunca se habían sentido tan atrapados por sus propias mentes y por sus propios cuerpos, y nunca habían deseado con tanta intensidad ser otras personas o tener cualquier otra identidad.

Entonces unas llamas de color verde esmeralda prendieron en la chimenea vacía y Harry se apartó de un brinco de la puerta y ambos contemplaron al hombre que giraba en el fuego. Cuando la alta figura de Dumbledore salió de entre las llamas, los magos y las brujas de las paredes despertaron con brusquedad, y muchos de ellos dieron gritos de bienvenida.

Bella Price y La Orden del Fénix©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora