Capítulo V - Clases particulares

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Estaba sentada en el jardín, con una copa de vino tinto y un montón de carpetas sobre la mesa, cuando la luz de la casa vecina se encendió. Mi amiga Rose se había ido hacía un par de horas, por lo que yo había decidido adelantar todo el trabajo que me había llevado a casa. Tenía cuentas que revisar, y algoritmos que arreglar para sacar adelante mis proyectos. Sin embargo, todas mis intenciones se fueron al traste cuando vi a West salir al jardín. Parecía distraído, y tenía la mirada perdida en algún punto de los setos que nos aislaban del mundo. No se había percatado de mi presencia, a pesar de tener una luz potente encendida.

Lo observé a distancia, desde mi lado del jardín compartido. Él había cogido un botellín de cerveza y se había sentado en un banco de piedra, sin dejar de mirar a la nada.

—Dicen que beber solo es de borrachos —dije de repente, movida por un impulso—. ¿Te unes a mí?

West se giró hacia mí con tanta rapidez que podría haberse dislocado el cuello. Parecía aturdido, aunque fue algo que le duró apenas unos segundos.

—Señora Worcester —dijo a modo de saludo, levantándose y poniéndose firme.

Estaba raro. Tenía una actitud algo distante, y estaba demasiado rígido.

—Por favor, llámame Amelia —pedí, cansada de formalismos—. Al menos en privado.

Mis palabras parecieron relajarle, pero seguía sin ser él. No veía esa actitud chulesca tan propia de los americanos, y que tanto me había chocado desde el principio. De hecho, parecía casi británico por la distancia que había tomado con el resto del mundo.

—Siéntate conmigo —le pedí, cogiendo mi copa de vino y llevándomela a los labios.

Titubeó al principio, pero terminó claudicando. Caminó hacia la mesa de madera que tenía instalada en el jardín, donde varias de mis carpetas descansaban a la espera de ser revisadas, y se sentó en la silla que estaba en frente de la mía.

—¿Por qué estás aquí fuera? —preguntó, mirando hacia un punto entre las sombras del jardín.

—Necesitaba despejarme un poco y no quería trabajar en mi despacho —repliqué—. ¿No puedo estar aquí? Hoy no hace mucho frío...

—Eres más vulnerable aquí.

Rodé los ojos, empezando a arrepentirme de haberle dicho que se sentara conmigo. Sin embargo, al centrarme en él, algo en mi interior se encogió. No era capaz de encontrar ese brillo juguetón que había estado ahí otras veces. Sus ojos castaños estaban desprovistos de emoción, como si estuviese en estado de shock.

—¿Ocurre algo?

—Ha sido un día largo —dijo sin más.

Y no hablamos más. Simplemente nos hicimos compañía: yo trabajaba y él se limitaba a beber de su cerveza y a observarme.

Me resultaba un poco incómodo al principio, pero al final había sido capaz de descifrar uno de los algoritmos que podrían ayudar a codificar uno de los proyectos más ambiciosos de la empresa.

—¿En qué trabaja? No entiendo nada —Había cogido un informe con unos esquemas de un algoritmo a desarrollar para una empresa de seguridad.

—Algoritmos —contesté, volviendo a mi trabajo—. Todo esto del marquesado ha hecho que me retrase mucho en asuntos de trabajo.

—¿No quería ser marquesa? —indagó.

—Crecí creyendo que por ser mujer no merecía ese título —comenté, levantando la vista y quitándome las gafas para apretarme el puente de la nariz—. Para mí fue un honor cuando su majestad decidió empezar a cambiar las leyes de sucesión y pensó en mí para ser la primera mujer heredera de un ducado, nada más y nada menos.

La sombra de la marquesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora