Prefacio

350 42 47
                                    

Aún era muy tarde en la noche, o tal vez muy temprano en la madrugada, y una luz tenue se deslizaba espectralmente reflejando su brillo sobre las piezas de porcelana que decoraban los pasillos de aquel castillo. El sonido de las olas que rompían en la gran muralla de la ciudad hacían que los apresurados pasos de esa misteriosa figura con antorcha pasaran completamente desapercibidos, como si en realidad nadie estuviera ahí. La capa no dejaba ver más que sus pálidos labios, hubiera sido imposible reconocerla de no ser por los largos y rebeldes cabellos rubios que se asomaban por la capucha rehusándose a permanecer escondidos. Fue entonces cuando una puerta de madera se abrió mostrando a una sombra, mucho más alargada que la niña de apenas siete años que la creaba.

―¿Mamá? ―preguntó la pequeña con un dulce de azúcar de fuego en la boca, casi atragantándose con él.

La mujer se detuvo unos segundos sin mirar a su hija. Ninguna de las dos decía nada, una por tener la boca demasiado llena y la otra por no disponer de las palabras adecuadas con las que entablar la peligrosa conversación que lo hubiera explicado todo. El repiqueteo del fuego volvió a activar el cerebro de la mujer y lentamente, con una mueca de desprecio en su rostro lleno de belleza limpia típica de las personas de la alta sociedad, se giró y miró a su pequeña.

―Me marcho ―soltó sin más.

―¿Cómo que te marchas? ―La infanta dejó caer sus panecillos y se limpió rápidamente las migajas de los labios para hablar con la mujer que le dio la vida con mayor comodidad―. Pero mi cumpleaños es mañana...

―No te me acerques... Escúchame bien, niñata de mierda, no quiero volver a verte en lo que me queda de vida. Solo fuiste una herramienta para conseguir lo que quería y ahora que por fin lo tengo ya no te necesito. Ni a ti, ni a tu hermano y mucho menos al gordo asqueroso de tu padre.

Esas palabras cayeron en los oídos de la ingenua niña como un rayo de la Semana Apocalíptica. Su madre, esa que no dejaba de cuidarla, besarla, peinarla, mimarla y jugar con ella estaba tratando de eliminarla de su historia como a una falta de ortografía en un borrador. Aunque los ojos de esa mujer fueran cada uno de distinto color, azul cielo y verde esmeralda, se podía ver una cruel llamarada roja de odio. Sin más que decir, la vil madre dio media vuelta y siguió su camino aún más acelerada que antes, dejando que la oscuridad y la incertidumbre se tragara a la niña.

La hija, con cascadas de lágrimas derramándose sobre sus mejillas, buscaba alguna explicación para lo que acababa de suceder. Tenía que haberla, su madre nunca clavaría tales espinas en su corazón. ¿Tal vez se enfadó por desobedecerla cuando le ordenó que no comiera más dulces de azúcar de fuego a escondidas? ¿No le gustó aquel dibujo que le regaló el Día de los Progenitores? ¿Estaba enfadada con papá por prestarle demasiada atención a gobernar la ciudad? Ahí parada no encontraría una respuesta así que corrió en busca de ella. Entonces, cuando la luz de la antorcha volvía a empaparla, cuando su mano estaba a punto de tomar la tela de la capa de su madre, un intenso dolor manchado de sangre la inundó de pronto.

Fue entonces cuando despertó. Estaba acostada en su habitación y sudaba como si hubiera recorrido todo el continente de Pandora a pie. Enseguida puso sus delicados dedos sobre la frente con desespero, buscando la cicatriz que su propia madre le había proveído hace diez años con una daga. Un suspiro de alivio se escapó de sus pulmones al ver que todo fue un sueño, o más bien, un terrible recuerdo.

De Oro y EngañosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora