Negro y Anaranjado I

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―¿El Ruiseñor? ―Una voz, con el típico tono de cotilleo, se escuchó desde el otro lado de la puerta de la entrada

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―¿El Ruiseñor? ―Una voz, con el típico tono de cotilleo, se escuchó desde el otro lado de la puerta de la entrada.

―Al menos eso es lo que dicen todos ―señaló otra persona―. Yo creo que es cierto, la seguridad de Pétalo Rosa ha aumentado demasiado como para que no sea así.

―¡Diablos! Si yo no fuera el guardia de la mazmorra no tendría que estar encerrado en este agujero lleno de porquería todo el tiempo y podría enterarme de todos esos chismorreos enseguida... ¿Y qué sabes sobre el tipo ese que apareció en la playa cuando intentaron abusar de lady Aimi, el que está enrejado aquí atrás?

―Bueno, algunos creen que...

―¡Soldado! ―regañó una enérgica tercera voz interrumpiendo el "intercambio de información".

―¡Capitán! ―Los otros dos respondieron a la vez.

―¿Qué hace usted aquí? Venga, marchando hacia los barracones que voy a indicar las rondas de hoy. Y usted, siga aquí vigilando a los prisioneros.

―¡Si, señor!

Los pasos apresurados del soldado subiendo las escaleras se escucharon con un retumbe descendente por toda la mazmorra, seguido por el silbido que el carcelero de la entrada estaba acostumbrado a usar como único entretenimiento durante las horas que tardaba en llegar su relevo. Los ojos de Jackqen empezaron a abrirse junto con la llegada de un molesto dolor en su pómulo izquierdo.

―Mierda, eso dejará una marca ―se dijo a sí mismo luego de tocarse el rostro, aún un poco atolondrado―. Ese tal Adler sí que sabe cómo dar un buen golpe.

Flexionó su torso hacia adelante para intentar ponerse en pie pero aún tenía el cuerpo entumecido por la incomodidad de dormir en el suelo. Usó los barrotes para ayudarse a erguirse y fue entonces cuando cayó en cuenta de dónde se encontraba. Era una calabozo. El suelo estaba húmedo y sucio, con su propia fauna de ratas y cucarachas correteando por doquier con pedazos de dudosa comida que les servía de festín. Unos ronquidos provenientes de su izquierda le advirtieron de que los tres matones a los que apaleó la noche pasada dormían confinados en la celda colindante.

Cuando dirigió su vista a la derecha vio a otro recluso que lo saludó con una ligera inclinación de cabeza, pues era eso lo único que podía mover. Grandes cadenas de metal que terminaban aseguradas con clavos a las paredes lo mantenían excesivamente atado en su lugar. Tanto sus pies como las manos quedaban completamente retenidas con unas gruesas esposas de tres cerrojos cada una. Ni siquiera podía hablar por culpa del tosco bozal con el que lo habían callado. Lo único que aún tenía un mínimo de libertad eran sus ojos salvajes llenos de energía y el cabello rubicundo, casi blanco, despeinado y rebelde como un tifón. Jackqen, aunque le pareció una imagen curiosísima, lo ignoró y se dispuso a hacer un intento de salir de ahí y cumplir la misión por la que había nadado hasta Sprigshore.

―¡Guardia! ―Sus gritos despertaron a los delincuentes a los que les debía una paliza.

―¡Tu, el del pelo anaranjado, ven aquí para que veas que esta vez sí que seré capaz de ahorcarte! ―decían con odio tratando de alcanzar inútilmente a Jackqen, más él seguía vociferando sin prestarles atención.

De Oro y EngañosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora