El Canario que Canta Enjaulado I

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Aimi se despertó, cuatro horas antes de lo que estaba acostumbrada, con el corazón latiendo tan rápido como el de un centauro

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Aimi se despertó, cuatro horas antes de lo que estaba acostumbrada, con el corazón latiendo tan rápido como el de un centauro. Todo por culpa de esa maldita memoria de hace diez años cuando Zanaey, su madre, la abandonó sin dejarle más explicaciones que una cicatriz en la frente. Ese recuerdo le atemorizaba en forma de pesadilla desde aquella fatídica noche y últimamente se estaba volviendo demasiado recurrente para el gusto de sus ojeras, que ya se empezaban a notar.

―Aimi, hermanita. ¿Estás despierta? ―La gruesa voz de Adler se escuchó desde el otro lado de la puerta.

―¡Mierda! ―exclamó Aimi en un susurro levantándose de golpe con sumo cuidado de no hacer ruido.

―Ese lenguaje. ―Por desgracia, su hermano siempre había tenido un oído estupendo―. Voy a entrar, ¿está bien?

―¡No! ―Miles de vestidos salían volando por todas partes como si Aimi fuera un torbellino arrollador en busca de su ropa―. ¡Estoy desnuda!

―¿Desnuda? ... ¿Estás haciendo lo mismo que la última vez? Quiero decir, ¿no eres demasiado joven para... toquetearte ahí abajo?

―¡Ad!

Por fin logró encontrar su vestuario, escondido en lo más profundo del armario. Pero no era el típico atuendo despampanante propio de su posición social de noble de la isla Storhai, sino todo lo contrario.

―Lo siento, lo siento... Necesito hablar contigo sobre unos asuntos de vital importancia para la familia... ¿Ya puedo entrar?

―¡No, aún no! ―Le fue complicado ponerse su armadura de cuero, con todos esos broches y cinturones que tenía que ajustarse para que le quedara perfectamente ceñida a su cuerpo delgado, pero con curvas bien definidas en los lugares correctos. Casi se abre la cabeza contra la mesita de noche cuando tropezó poniéndose las botas.

―¿Aimi, estás bien? Escuché un ruido extraño ahí dentro...

―¡Si, como nunca!

Con un apuro desenfrenado se hizo una coleta en el cabello cuidando de cubrir la cicatriz de la frente con algunos mechones. No le gustaba que los demás la vieran. Se agachó y tomó un arco compuesto, hecho de colmillo de mamut y madera de bambú de fuego. Era color rojo con algunos detalles grabados dorados en forma de flor de cerezo, el blasón de su familia: los Cherryvale.

―¿Ya estás lista? ―volvió a preguntar su hermano, esta vez sin obtener respuesta―. ¿Hermana? ... ¿Aimi? ―Podría decirles que Adler se quedó consternado al entrar a la habitación y encontrarla vacía, pero les estaría mintiendo. No era la primera vez que Aimi se escapaba por la ventana―. ¡Hoy no, Aimi! ―Se acercó al marco y, como todos los días, la vio saltar de tejado en tejado con una agilidad asombrosa―. ¡Guardias!

Aimi cayó en uno de los balcones del ala norte del palacio, saltó esquivando el intento de uno de los guardias por atraparla y siguió su camino a toda velocidad por el adarve. Luego, sin perder tiempo, brincó hasta los muros de un matacán donde la esperaban un par de soldados. Esta vez su hermano sí que se estaba esmerando en detenerla.

De Oro y EngañosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora