El Canario que Canta Enjaulado III

210 27 34
                                    

Aimi se defendía como una leona dando patadas y arañazos hacia todas las direcciones

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Aimi se defendía como una leona dando patadas y arañazos hacia todas las direcciones. Usaba el arco como garrote, pues no le quedaba una sola flecha en el carcaj. De no ser por el imperioso frenesí se hubiera dado cuenta de las muchas oportunidades de escapar que la poca coordinación entre los bandidos le regalaban. Pero a decir verdad Aimi no habría aprovechado ninguna de ellas aunque las hubiera logrado ver, en ese momento sus deseos de partirles la cara a esos tres malnacidos era mayor que el de huir.

Logró escaparse del agarre del ladrón de piel oscura y desde hace varios minutos había comenzado a intentar pegarles de alguna forma. Estaba fatigada, el jabalí colmilloespino lo vomitó junto con sus fuerzas cuando ese inmundo viejo verde le toqueteó ahí abajo. La diferencia entre hacérselo ella misma y que se lo hiciera otra persona era desagradablemente asquerosa.

―Ven aquí, canarito ―le dijo el desgraciado que quiso mancillarla de la peor manera―. Si no nos dejas follarte por las buenas te juro que cuando te cojamos te la meteremos por cada agujero que tengas en tu delicioso cuerpo.

―¡Si os acercáis lo lamentaréis! ―La furia alimentaba sus delgados músculos, dándoles fuerzas suficientes como para hacer oscilar su arco amenazantemente haciendo que los tres malhechores se mantuvieran al margen. Aunque en realidad casi parecía que simplemente jugaban con ella.

―La chica es testaruda, eso a mí me la pone como el tronco de un árbol ―se burló el más fornido de los tres.

―Desde aquí puedo oler tus nalguitas ricas ―agregó el de la piel negra.

―¡Ayuda! ―Una quinta voz se escuchó desde el mar.

Tanto Aimi como los tres criminales dirigieron sus miradas hacia el océano extrañados. La luz de la Dama Roja y la Dama Blanca les permitía ver una pequeña sombra siendo azotada por las olas, moviéndose de lado a lado en un baile caótico. Finalmente la misteriosa figura desapareció en las profundidades del mar. Aimi aprovecho el desvío de atención de los tres hombres y le asestó un terrible golpe al viejo verde en la cabeza, haciéndole una brecha de sangre en la calva incipiente. El matón fornido se le abalanzó a la chica enseguida y la agarró fuertemente apretando sus brazos y costillas casi al punto de rompérselas.

―¿Lo ves? ―El de la piel de azabache le colocó su navaja en la garganta amenazando con cortársela―. Al final te hemos atrapado y te haremos pagar por todo el tiempo que perdimos contigo, canarita.

―¡Niñata de los cojones! ―bramó el sangrante vejestorio caminando hacia ella con lujuria y rabia desbordando por su boca, ojos y entrepierna.

Entonces algo más se escuchó, nuevamente proveniente del agua salada. Era una tos fuerte, como la de alguien que acababa de escapar de las garras de la muerte por ahogamiento. Un hombre, con su ropa empapada a más no poder y hecha girones como si un tornado le hubiera caído desde el cielo, se arrastraba por la arena tratando de rehuir del oleaje del mar dejando atrás un barril que al parecer le había servido de balsa. Se puso en pie con bastante trabajo, luchando contra el peso de su camisa y pantalones mojados, y miró a su alrededor como desorientado. Era esbelto y, aunque un poco desmejorado, bien definido. Tres pendientes de oro tintinearon con pequeños centellazos dorados en su oreja izquierda similar a unas pequeñas estrellitas, iluminando ligeramente los ojos celestes que no paraban de moverse con desespero en su rostro. Luego de recobrar el aliento y volver a poner en marcha su mente sacó un pañuelo blanco con unos dibujos complicadísimos en negro que, gracias a la oscuridad de la noche, no se podían apreciar bien. Lo exprimió para extraerle el agua salada y luego se lo colocó en la frente a modo de bandana. Fue entonces cuando Aimi se percató del extraño color anaranjado de su cabello, que con lo despeinado que estaba parecía una flama llameante.

De Oro y EngañosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora