El laboratorio

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—Por aquí.

Sybil fue guiada a través de fríos pasillos y largas galerías, atravesando puertas, subiendo y bajando escaleras hasta llegar al laboratorio de Hanson Murray.

Consistía en una amplia habitación, completamente blanca, iluminada por hileras de lámparas fluorescentes, firmemente adheridas al cielorraso. Múltiples mesas se repartían por la sala. Estanterías llenaban las paredes, repletas de soluciones y compuestos, tubos de ensayos, probetas, mecheros, cuentagotas, buretas, pipetas, balanzas, cronómetros, multímetros; junto a otros diversos instrumentos destinados a experimentos de química y de física. Archiveros se mantenían firmes al fondo del cuarto; informes, resultados, datos; muchos, muchísimos datos contenidos en su interior. Una gran pizarra blanca mostraba una multitud de cifras y confusos cálculos. Junto a ella, un extintor de incendios era lo único que aportaba un toque de color a la habitación, una mancha rojo brillante en un océano de impolutos blancos.

En el centro de la habitación un gran espacio —hasta hace poco tiempo vacío— comenzaba a llenarse de distintos aparatos de excéntrica apariencia.

Murray entró con pasos apresurados al laboratorio, enfiló hacia una mesa ubicada junto a la pared más alejada, y guardó precipitadamente en una caja varios objetos repartidos sobre ella. Una mullida silla descansaba a su lado.

—Listo, adelante.

Sybil se repantigó en la silla y encendió un cigarrillo.

— ¿Aquí es donde sucede la magia? —comentó, expulsando el humo por la comisura de la boca.

—Esta es la máquina de la que te hablé —señaló la extraña colección de maquinaria depositada en el centro de la sala—. No está próxima a terminarse aún, pero he comenzado el trabajo. Estas son algunas cosas que nos ayudarán: un reil de aire lineal, una cuba de ondas, un banco óptico Alfa y, por supuesto, un dilatómetro lineal. No lograríamos nada sin ese bebé.

—¿Te das cuenta de que no entiendo nada de lo que sale de tu boca, verdad?

—Es sencillo, en realidad. Funciona de la misma manera en la que lo hace un termómetro de mercurio. Sirve para medir los cambios en el volumen. Me permite apreciar los cambios en la expansión o contracción relativa de los sólidos en diferentes temperaturas. Y, como te dije antes, todo en nuestra situación gira en torno a la temperatura. La temperatura, el movimiento, las colisiones. Por eso utilizamos el reil de aire lineal; para apreciar los choques (sean elásticos o inelásticos) y el movimiento rectilíneo uniforme, la relación entre fuerza y aceleración, y entre impulso y cantidad de movimiento; además de la conservación de la energía. Mi máquina utilizaría el enfriamiento Doppler para intentar solucionar el problema.

Se encaminó a uno de los archiveros, y comenzó a rebuscar dentro de él.

—Estos son los planos para la máquina —explicó mientras se acercaba a Sybil con los papeles en la mano—. Pero necesito más datos para poder ensamblarla, y para eso te necesito a ti.

Y agregó inquieto:

—¿Crees que estarás bien?

— ¿A qué te refieres?

Murray se reclinó sobre la mesa, junto a Sybil; sus manos sostenían su frente en un gesto de cansancio. Ya contaba cinco noches seguidas sin dormir, y tanto su cuerpo como su mente estaban exhaustos.

—Será necesario realizar muchos estudios, muchos experimentos y análisis; puede que algunos de ellos no sean precisamente cómodos o agradables. Y no he podido evitar notar que tu… amigo… es un tanto… inestable.

Sybil rió entre dientes, suavemente.

—Sí, Devan puede ser… complicado, pobrecillo. Puede que sea buena idea tener a mano algo con que restringirme, en caso de que se ponga… pesado.

—¿Cadenas? Mmm… no sé si será lo más práctico. Quizás… sí, ya sé —levantó la cabeza con entusiasmo, dibujando unos garabatos en un trozo de papel— podríamos instalar una cámara de contención, eso me permitiría monitorear tus signos vitales, además de restringirte. Podríamos instalarla por ese lado —agregó, señalando el lugar donde se ubicaba la gran pizarra blanca—. Sería mucho más eficiente. Deberé hacer algunas llamadas, pero claro que puede hacerse —murmuró para sí.

—¿Cuánto tardará? —preguntó Sybil, luego de una larga pausa.

—Unos días a lo sumo.

—No, me refiero a… al fin. ¿Cuánto tiempo tienes para intentar solucionarlo?

—Según mis cálculos… y ten en cuenta que debo recolectar un monto considerable de datos más para acercarme a una certeza… según mis cálculos, poco menos que treinta años.

—Es mucho tiempo —murmuró Sybil.

—¿Qué son treinta años para el Universo? —suspiró Murray.

Se sumieron en un profundo silencio; roto por Murray al exclamar:

—Será mejor que me ponga en marcha. Iré por comida, y haré algunas llamadas. El baño está al final del pasillo, ponte cómoda, estás en tu casa.

Tomó la caja en la que había introducido sus cosas y salió con paso mesurado del laboratorio.

Volvió más tarde con varios kilos de comida, alcohol y cigarrillos; y una bolsa de dormir, la cual le entregó a Sybil con un gesto de duda.

Entre las cosas que se encontraban en la caja —que ahora reposaba en el maletero de su auto— había dos osos de felpa y una fotografía en la que se veía a una bonita mujer morena, bella a pesar de sus años. Su rostro se inclinaba muy cerca de los de dos niños, uno a cada lado de ella. Sophia tenía los mismos ojos que su madre, el pequeño Hank era un calco en miniatura de su padre; los tres sonreían dulcemente desde la imagen.

Entre las llamadas que Murray realizó hubo un par para pedir licencias, algunas solicitando insumos necesarios; una era para May. Le comunicaba que ya había vuelto de su viaje, que había tenido éxito en su búsqueda, que se quedaría algunos días en el laboratorio; pero que regresaría a casa el fin de semana, extrañaba mucho a los niños.

Si el demonio quiere [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora