Una llamada urgente. Una carrera desesperada. Un auto que se desplaza a una velocidad peligrosa. Hank teme no llegar a tiempo.
Un accidente ha ocurrido en el laboratorio, el techo se ha derrumbado, el fuego ha arrasado el lugar. La habitación entera se ha desplomado, es imposible el acceder a ella. ¿Acaso había alguien trabajando allí cuando ocurrió? ¿Están padre e hijo bien?
—Sí —miente Hank—, estamos bien.
“Qué alivio”, responde la voz del otro lado del teléfono.
—Sin embargo —prosigue Hank, tragando saliva—, será mejor que me dirija hacia allí de inmediato; debo resguardar algunas… cosas referentes al proyecto de mi padre.
“Claro, lo entiendo”, se oye en el altavoz del automóvil.
—Es mi deber salvar lo poco que pueda salvarse —exclama Hank con voz forzada—; estaré ahí lo antes posible.
Hank cierra los ojos con desconsuelo, y suelta el aire en un doloroso suspiro. Su mente le afirma que todo ha acabado, pero él se niega a creerle. Sabe que su padre ha muerto, e intuye que los servicios de emergencias están en camino hacia la zona del desastre. Si no logra llegar antes que ellos, encontrarán a Sybil; entonces, serán demasiadas preguntas para las que no tendrán una respuesta adecuada, demasiados análisis cuyos resultados atenten contra la razón y la lógica, demasiadas explicaciones que no se puede permitir el lujo de dar.
Para su buena suerte, los desastres y catástrofes se han vuelto cada día más comunes, y tanto los paramédicos como los agentes de policía se encuentran sobrepasados por las circunstancias. Los incendios se producen con tanta frecuencia, que no es extraño que los bomberos lleguen a la escena justo a tiempo de contemplar una pila de cenizas humeantes, y rescatar los cadáveres carbonizados de los desdichados que no fueron lo suficientemente rápidos como para huir. Con eso en mente aprieta el acelerador, enfocado en su objetivo.
***
El lugar es un caos, por lo que Hank logra pasar desapercibido entre la multitud que se apiña en las puertas del alto edificio sin mayores dificultades. Los pasillos —en cambio— se muestran prácticamente vacíos; en el momento en que alcance la puerta de servicio que conduce directo al estacionamiento, el problema estará sorteado.
Hank llega al laboratorio de Murray casi sin aliento, y lo que allí encuentra termina de quitárselo. Una gran montaña de escombros y objetos varios se alza en el centro del cuarto; las llamas se han consumido, pero la pila humea liberando vapores hediondos. Sólo la cámara de contención se mantiene en pie, en una actitud soberbia y retadora; podrían inventarse metáforas acerca de la terquedad de la esclavitud, la cual retorna una y otra vez de maneras prácticas y novedosas, en el fondo siempre la misma. Sin embargo, Hank no tiene tiempo para metáforas, no tiene tiempo en absoluto; está aquí para salvar lo que puede salvarse, llevarse consigo lo importante, y eso es lo que hará.
La máquina ha de estar destruida a estas alturas, pero Hank ni siquiera piensa en ella; empuja los escombros con ambas manos, imprime toda la fuerza de la que es capaz; no tiene sentido ser cuidadoso, el daño ya está hecho.
Dos cuerpos yacen inertes entre tanta porquería. Hank reprime las lágrimas, se traga el sollozo que lucha por escapar en cuanto distingue el rostro de su padre. Sus ojos están cerrados, podría parecer dormido si no fuera por el hilillo de sangre que se derrama desde su boca y empapa su pecho. Una mata de cabellos oscuros se desparrama sobre él.
La muchacha no respira, cualquiera diría que está muerta; y debería estarlo a juzgar por los destrozos ocasionados por el derrumbe. Sybil ha recibido el mayor impacto sobre su espalda; con eso ha protegido el cadáver de Murray, manteniéndolo intacto.
No hay tiempo para llantos o lamentaciones, debe mantenerse enfocado. Levanta a Sybil de un tirón, y percibe la desagradable sensación de los huesos rotos dentro de su cuerpo. Sale del edificio con la misma celeridad con que ingresó, llevando en sus brazos a la delgada figura; si Sybil abriera los ojos en este instante podría ver directamente el amplio cielo, por primera vez en veinticinco años; sin embargo, permanece inconsciente.
***
El auto viaja a una velocidad constante, Hank está en camino, se dirige a casa. Nadie le ha hecho preguntas, pero la policía no tardará en llegar al laboratorio y querrán hablar con él.
Por el momento, Sybil sigue inconsciente en el asiento a su lado, la cabeza apoyada contra la ventanilla cerrada. Hank lleva cerca de media hora oyendo el espantoso crujido de sus huesos a medida que sanan, no tardará en despertar. La observa con detenimiento, una figura enfundada en negro, manchada de sangre y hollín; la extrema delgadez de sus miembros la hacen parecer tan frágil como un pajarillo.
Hank conduce a lo largo de caminos de tierra, atraviesa campos, enfila hacia los bosques. Los árboles se elevan en la distancia, el aire es fresco y agradable, el mundo se siente tan pacífico en este lugar. Los acompasados movimientos del automóvil resultan relajantes; ahora se encuentra virtualmente solo, puede tomarse un momento y pensar en lo que ha sucedido, llorar la muerte de su padre. Puede permitirse sentir tristeza, impotencia, frustración, desolación, rabia, miedo. Pero no lo hace, lo guarda para la privacidad de su cuarto, protegido por la oscuridad y quietud de la noche.
Sybil abre los ojos, mareada y adolorida; y observa a Hank con ojos confusos. No necesita preguntar, recuerda lo que ha sucedido, sabe lo que pasó. Mantiene los párpados cerrados, respira con dificultad.
—Despertaste —dice Hank en un tono bajo.
Sybil nota el dolor en su actitud, no imagina lo que habrá sentido al retirarla a ella de ese lugar, debiendo dejar en cambio el cadáver de su padre.
—Lo siento, Hank —dice con voz débil.
—Está bien —responde él, con la mirada clavada en la ruta.
—¿Cómo estás? —pregunta Sybil.
Las emociones humanas siempre la han confundido, no tiene claro cuándo hablar y cuándo callar, pero quiere saber.
—Bien —responde Hank de forma monótona—. Yo siempre estoy bien.
Sybil estira su mano y deposita junto a Hank un maltratado trozo de papel que ha guardado en su mano cerrada; es todo lo que ha podido tomar del bolsillo de Murray antes de caer desmayada.
—Fue instantáneo, yo lo vi —agrega, mirando por la ventanilla—. No sufrió, ni siquiera se dio cuenta.
Hank asiente y continua conduciendo, el camino es largo y no puede distraerse.
—No hubo despedidas, ni palabras finales —explica Sybil, melancólica.
—En la vida real nunca las hay —concluye Hank.
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Si el demonio quiere [Completa]
ParanormalUna terrible catástrofe se avecina. El fin del mundo como lo conocemos está próximo; pero el doctor Hanson Murray cree tener la clave para solucionarlo. Los planos para la máquina salvadora están en su mente; pero se necesita aún una pieza para que...