Paz

10 3 23
                                    

Hank se enderezó en su asiento, alejó las manos del voluminoso objeto, las llevó a la base de su columna y dejó escapar en un suspiro todo su estrés y su cansancio. Estaba lista. Por fin lo estaba. Todo esto se terminaría por fin.

—Ya está lista —anunció Hank con voz apagada a través del marco de la puerta de la habitación.

—De acuerdo —respondió Sybil con calma.

Sophia se asomó por la puerta, dando pasos rápidos, como si temiera no llegar a tiempo de despedirse. Al enfrentarse a Sybil cara a cara, cuando leyó en sus pupilas la calma y la confianza, se abalanzó sobre ella y la rodeó con sus brazos, la abrazó como no pudo abrazar a su padre. Le susurró palabras de cariño que ella jamás había escuchado. Le agradeció por tan inmenso sacrificio.

Ella no estaría presente en el acto final, lo sabía. Debía ocupar el lugar que su corazón le dictaba, debía estar junto a su pequeña hija, quien se recuperaba con premura de los daños en su cuerpo, pero tardaría mucho más en sanar las heridas de la inocencia perdida, cruelmente cercenada.

Sybil se quitó la eterna chaqueta oscura, y se la obsequió en un gesto elocuente; esa prenda había simbolizado la esclavitud de su débil voluntad infante, mas ahora su voluntad era de hierro y, luego de haberla llevado durante décadas al modo en que un monje lleva un hábito, era hora de dejarla ir. Que Sophia hiciera con ella lo que quisiera, no la necesitaba ya; el cuero resulta incómodo para irse a la cama, y había llegado la hora del merecido descanso.

A continuación, tomó con seguridad el dorso de la blanca mano, y dirigió la palma hacia arriba. Sophia sostuvo la mano en esa posición, mientras Sybil depositaba con delicadeza un objeto brillante sobre ella. Sería mejor que cuidara de esa rara reliquia. Era más que una navaja —aunque fuera una muy buena navaja—, contenía en ella parte del alma de un demonio, parte de su alma. Una mirada fue suficiente para que Sophia comprendiera el alcance de ese regalo. Sybil sostuvo esa mirada, y la limpieza de sus profundos ojos negros la cautivó; es cierto que se veían los vestigios del demonio acechando en cada recoveco de su alma, pero la conciencia de Sybil se hallaba presente, con fuerza y determinación. Sintió que por primera vez estaban frente a frente.

No hubo despedidas, sabían que eran inútiles. Esa última mirada bastó para ambas. No volvieron a verse.

Los tacos de Sybil se oyeron con rudeza mientras bajaba las escaleras, peldaño a peldaño; sin prisa, saboreando este tan esperado día. Devan rebullía en su interior, sabía que las cartas estaban echadas, que el tiempo había acabado para él, y la certidumbre de haber dejado escapar a ese pequeño ángel, de haber perdido ante la voluntad de una simple mortal lo saturaba de rabia e impotencia. Conocía que su destino era el Infierno, pero no se resignaba ante ello; si debía irse, lo haría, pero no sería tan sencillo.

Hank la guió hacia el claro donde había terminado de ensamblar la máquina. La casa era demasiado pequeña para llegar a contener semejante cosa, por lo que debió ser emplazada al aire libre, bajo el vaivén de los altos ramajes, sobre la frescura del tierno césped. Se veía extraña bajo los fríos rayos del amanecer.

Consistía en una estructura acristalada, parecida a aquella en la que Murray había encerrado a Sybil hacía tantos años. Cables, tubos y bobinas se movían aquí y allá, y lanzaban chispazos que dejaban un curioso olor en el aire. El mero hecho de estar en presencia de esa cosa producía una sensación surrealista, como si hubiera sido depositada allí por seres del espacio exterior, por una inteligencia millones de años más avanzada o por una banda de dioses bromistas que buscaran divertirse con los mortales por un rato.

Sybil se dirigió hacia ella, sin un asomo de vacilación en sus movimientos. Hank se veía cabizbajo, el cansancio de tantas noches de trabajo intenso lo habían golpeado, pero la inmensidad del acto que se estaba realizando frente a sus ojos habían terminado por dejarlo vacío.

Abrió la cámara y Sybil dio un paso para introducirse en ella. Una vez cerrada, la cristalina pared irrompible no mostraba juntura alguna, resultaba incapaz de volver a abrirse.

Con lágrimas en los ojos, Hank activó la máquina. El deseo de irse de allí lo abrumaba, en serio no quería presenciar lo que ocurriría, mas no podía dejar a Sybil sola en este momento. Ahora más que nunca, ella necesitaba a alguien a su lado, aunque más no fuera para ser testigo de su felicidad, de su voluntad cumplida. Puso su mano sobre el cristal, mientras el estridente sonido llenaba el lugar, casi ensordeciéndolos.

Sybil correspondió al gesto, y acomodó su única mano sobre la palma que se distinguía del otro lado del cristal. El dolor comenzó leve al principio, y escaló a una velocidad vertiginosa. Los átomos de su cuerpo se movían con tal rapidez que el ardor era insoportable. Y aumentaba, y aumentaba, y aumentaba. Uno a uno, se fundían en el aire, dejando lugares vacíos a lo largo de su cuerpo, literalmente se estaba desintegrando en vida. La fuerza de Devan hizo que el proceso se demorara más y más; las largas horas se sucedieron en contacto con el aniquilamiento de su ser.

Cerró los ojos con fuerza mientras sentía que sus moléculas se evaporaban y mezclaban con aquellas pertenecientes al aire dentro de la cámara; un grito se elevó desde su garganta, inaudible a causa del estruendo que la máquina generaba. Hank sostuvo su mano, siempre en el cristal; sus lágrimas se derramaban sin control mientras observaba su paulatina desaparición en el éter. No volvió a ver sus ojos negros, pero sus rojos labios nunca dejaron de sonreír, la felicidad era más fuerte que el dolor. Tantos años esperando para esto, de habitar una espiral de sufrimiento; este era su momento, descansaría en paz.

De pronto, la máquina cambió su ritmo a uno más acelerado; un agudo, rechinante sonido estalló en medio de la arboleda. Un rayo de brillante luz azulada nació en uno de los componentes de la máquina, y se elevó hacia la atmósfera. Hank cerró los párpados involuntariamente ante este suceso. Cuando volvió a abrirlos Sybil ya no estaba allí. Todo había terminado, la anomalía había sido cumplida, el universo estaba a salvo y Sybil estaba en paz.

La máquina se veía extraña ahora, sin propósito ya, en un lugar plagado de calma y belleza natural. Parecía mentira que un evento de tanta relevancia para el Universo todo, se haya realizado allí, en un sitio tan pacífico, en un día tan vulgar.

Hank entró a la cocina, donde Sophia y Angie se sentaban en silencio, abrazadas la una a la otra. No sentía la gratificación de un trabajo bien hecho, sino el fuerte cansancio de haberse vuelto en instrumento del caos, haber sido utilizado por fuerzas con las que ningún mortal debería jugar, haber visto al demonio a los ojos.

Sophia levantó la cabeza, y le dirigió una mirada interrogante.

—Está hecho —respondió él, simplemente.

Ella sólo asintió, y abrazó a Ángela aún más firmemente; su tesoro, tan cerca había estado de perderla, no sabía si volvería a ser la misma algún día.

Sybil ya no se encontraba allí, pero su esencia flotaba en el aire, jamás desaparecería por completo. Su alma no encontró la Gloria en el otro mundo, se desvaneció sin más. No había quedado tampoco un cuerpo del cual despedirse; al igual que su padre, ella no recibiría honras fúnebres.

—Era cierto… lo que dijiste de papá —murmuró Sophia—, también es cierto para Sybil. Nos salvó a todos, y nadie lo sabrá jamás.

—Nosotros sí —suspiró Hank, su voz ahogada por las lágrimas—, nosotros sí.

Si el demonio quiere [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora