Cómo pudiste

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Una figura oscilaba, hacia un lado, hacia el otro; colgaba del alto árbol a pocos metros de la tierra, humedecida gracias al joven rocío del amanecer. La gracia de su bamboleo pendular desentonaba con la rudeza del entorno, y recordaba la leve belleza de los movimientos que solían animar a ese frágil cuerpecillo, los divertidos pasos que nacían de los pequeños pies que ahora casi rozaban el oloroso césped con cada empujón propinado por la indiferente brisa matinal en ese paraje aislado de toda piedad o protección, tanto humana como divina. Las bestias se paseaban por el lugar con total naturalidad, mas una bestia de otro jaez había penetrado los límites de la arboleda, sembrando el terror en las almas de cualquier pobre criatura que se cruzara en su camino. Este siniestro espectáculo había sido obra de su autoría, él había ocasionado esta tragedia, él había derramado inocente sangre en aras de fines crueles y egoístas. Todo lo que había quedado eran los despojos, prestos a ser encontrados por un imprudente muchacho cuya curiosidad se había agotado hacía años; por una madre desesperada, cuyo único pensamiento se centraba en la necesidad de dar con su pequeño ángel antes de que sea demasiado tarde. Llantos y gritos estridentes lograban escucharse no muy lejos del sitio.

–¡ALLÍ ESTÁ! —gritó él, en un espasmo que expresaba a la vez horror y alegría.

–¡OH, POR DIOS! —exclamó Sophia con la voz quebrada a la vista de tan horripilante escena.

—¡AYÚDAME A BAJARLA DE ALLÍ! —demandó Hank, mientras trepaba con agilidad de la rama más baja.

Sophia tomó las delgadas piernas y les propinó un fuerte empujón hacia arriba, en el momento en que Hank envolvía una de sus manos en la gruesa cuerda y comenzaba trajinar con el nudo que había sido elaborado en torno a su cuello. Era tan enjuta y frágil, no suponía gran esfuerzo levantarla. La contemplación de su rostro de párpados cerrados y ligera sonrisa en sus labios producía una penetrante y dolorosa ternura, daba la impresión de encontrarse profundamente dormida.

En cuestión de unos cuantos minutos el trabajo estuvo hecho, y la valiosa carga fue trasladada a la casa y depositada en una cama de sábanas blancas e impolutas.

***

—¿Cómo pudiste hacerlo? —preguntó Sophia con voz trémula.

—No tuve otra opción —respondió débilmente Sybil, el dolor de la noche anterior aún atenazaba su cuerpo.

—Sabías lo que ella significa para mí.

Las palabras luchaban por escapar poco a poco a través de los labios cuarteados a causa de tanto llanto sin sentido. Los estertores sacudían sus extremidades con cada respiración. Lo ocurrido había sido demasiado para sus pobres nervios.

—Ángela —repetía con anhelo, saboreando la palabra en una mezcla de dolor y dulzura—; mi ángel, Angie, todo lo que tengo, por lo que vivo. Aún no puedo creer lo que has hecho.

Tomó a Sybil por ambos brazos en un impulso que desbordó sus emociones, y respiró profundamente, las lágrimas deslizándose por sus mejillas.

—Gracias —suspiró con los ojos cerrados—, gracias, gracias, gracias.

Sybil estaba exhausta, le dolía cada fibra de su cuerpo, la cabeza estaba a punto de estallarle, el zumbido crecía paulatinamente en el interior de sus oídos. Lo que había hecho la noche anterior le había costado más de lo imaginable, había requerido un monto de fuerza de voluntad mayor que el que había utilizado nunca antes. Las marcas de su cuello aún estaban en carne viva, sus vértebras seguían restaurándose de a poco; sus antebrazos y la base de su nuca se encontraban hinchados y palpitantes a causa de las inyecciones masivas de cocaína que le habían sido administradas esa mañana, aún inconsciente.

—Perdóname —siguió Sophia—; perdóname, por todo. Jamás imaginé que pudieras sacrificarte así por mi hija —pensó un momento y agregó—: aunque ya lo habías hecho antes, sólo que fui demasiado estúpida y orgullosa como para reconocerlo.

Sybil retiró sus antebrazos del agarre en un gesto sutil, pero elocuente.

—Tu hija no significa nada para mí —respondió—, tú tampoco significaste nada hace veinte años.

Los ojos de Sophia se posaron en el rostro demacrado de Sybil, acuosos, interrogadores.

—Me niego a dejar que esto le ocurra a alguien más, mi esencia misma se revuelve ante la sola idea de que este hijo de puta pueda apoderarse de otra niña —contestó Sybil, la pasión vibrando en el tono de su voz—. Estoy determinada a que esta maldición muera conmigo; cuando yo muera, el maldito volverá al Infierno, de donde nunca debió haber salido.

—Es cierto —murmuró Sophia con tristeza—, vas a morir.

—Es la única solución.

La mirada de Sybil se dirigió a la silla ubicada en un rincón de la habitación, su vieja chaqueta de cuero colgaba del respaldo. Un prolongado suspiro se escapó de su pecho, tembló de emoción al poner en palabras sus más profundos pensamientos.

—Estoy cansada de tener miedo.

Sophia tragó saliva, dispuesta a escuchar, temerosa de lo que vendría.

—Esa chaqueta —dijo Sybil, señalándola con un ligero gesto de su cabeza—, la conseguí a la misma vez que la navaja. Pertenecían a un tipo.

—Lo sé, está en los archivos.

Sybil asintió con la cabeza.

—Luego de escapar de esa institución psiquiátrica, corrí sin rumbo por la ciudad, durante días, sin descanso, perdida —hizo una pausa, y luego siguió, un dejo de amargura y rabia acompañó de pronto sus palabras—. Hacía mucho que no pensaba en ese tipo, un sujeto tan... desagradable. 

Tragó saliva, y Sophia supo que era la primera persona en escuchar esa historia.

—Se abalanzó sobre mí, apenas pude defenderme. Yo era una muchacha indefensa, y ni así se detuvo. Entonces, Devan tomó posesión de mí; no había tomado medicación en días, tampoco había comido. Yo estaba débil y Devan estaba enojado. Perdí el control, totalmente. Arrebaté su navaja y lo apuñalé en el cuello y en el rostro, una y otra vez, hasta que las fuerzas abandonaron mi brazo. Cuando terminé, la parte superior de su cuerpo era una masa irreconocible.

Sophia había callado durante el breve relato, no sabía qué decir.

—Qué horrible.

Sybil la miró directamente a los ojos.

—No entiendes, se sintió bien. Se sintió maravilloso.

Las lágrimas se agolparon en su garganta.

—Había estado sintiéndome indefensa durante toda mi vida, abandonada, sola. En ese momento me sentí fuerte, me sentí libre. Me entregué a él, y supe que nada me lastimaría jamás.

Ambas se quedaron en silencio unos minutos.

—Luego vi lo que había hecho, y una nueva revelación se me hizo presente. Yo era capaz de hacer eso, de lastimar a alguien de ese modo.

—Te estabas defendiendo.

—Ése no es el punto. Ya había lastimado personas en el pasado, niños. Pero sólo ahora era consciente de esa euforia, ese placer. Temí lastimar a los demás, temí experimentar ese increíble placer al torturar a un ser inocente. Lo llevo temiendo toda la vida. No quiero que nadie más se sienta de este modo.

—Has sufrido mucho —suspiró Sophia, intentando comprender el abismal sufrimiento que se alzaba ante ella—; mereces descansar.

Se paró dispuesta a retirarse, mientras Sybil se acomodaba en la cama con movimientos torpes.

—Si vuelvo a perder el control —dijo de súbito—, ya sabes que hacer, no dudes.

Sophia asintió en un gesto firme, y llevó la mano a su cintura, donde descansaba el arma reglamentaria.

Si el demonio quiere [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora