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Murray se acercó a la puerta de la cámara y la abrió con su llave. Devan lo dejó hacer; una sonrisa estática aparecía en sus labios, lo único que interrumpía la continuidad rojo oscura que cubría la cara de Sybil. La herida ya comenzaba a sanar, cicatrizaba la piel de la frente, se reacomodaban los fragmentos rotos del cráneo.

En cuanto la puerta estuvo abierta se lanzó sobre el científico sin considerando por un segundo. Los dientes se enterraron con firmeza en su brazo, trabando la mandíbula en esa posición. Con un brusco movimiento arrojó al pobre hombre al otro lado de la sala, donde se estrelló contra una de las mesas de metal.

El crujido fue más que audible. El dolor fue insoportable. Dos de sus costillas se habían roto, y la respiración ya comenzaba a faltarle. Se sentía en extremo aturdido por el golpe recibido.

Murray levantó la cabeza, Devan se acercaba a él con velocidad vertiginosa, con los movimientos de un animal. Se posicionó en el suelo, a su lado; y dedicó largos minutos a manipular sus costillas con los fuertes músculos de sus dedos, rompiendo las sanas, moviendo las rotas, deleitándose en el dolor que escapaba de la garganta de Hanson en forma de prolongados alaridos.

¿En qué se había metido? ¿Con esto había convivido los dos últimos años? Debía reaccionar deprisa, o su muerte era segura, y nada placentera. Debía mantener la cabeza fría.

Este no era Devan en su máximo poder; de eso estaba consciente. Sybil le había hablado sobre la debilidad que los psicofármacos podían producirle; y él mismo le había visto tomar sus pastillas la noche anterior. 

Si pudiera suministrarle una sobredosis de fármacos, eso lo detendría; pero el frasco se encontraba en el bolsillo interior de la chaqueta de Sybil.

Abrió la mano, aún conservaba la voluminosa jeringa, debía contener más de cuarenta miligramos ¿sería suficiente? Ante la duda, manipuló la pequeña ampolla de morfina, llenando la jeringa al máximo.

Mientras tanto, los dedos de Sybil subían gradualmente a lo largo de su tórax dando pequeños toques aquí y allá, su mirada profundamente concentrada buscando el punto exacto donde continuar la faena. Debía apuntar bien, o la diversión terminaría demasiado pronto. Los colmillos se hundieron en la blanda carne de su cuello. Unos centímetros más a la derecha, y el mortal se hubiera desangrado hasta morir.

Murray sintió el ardor de la mordida seguido de la calidez de su propia sangre. Junto a su oído Devan gruñía con éxtasis. Era la situación más espantosa en la que se hubiera encontrado nunca. Aprovechó la ventaja, y clavó la gruesa aguja en la nuca de Sybil. No le dio tiempo a reaccionar y accionó el émbolo, inyectando cincuenta miligramos de morfina directamente a su cerebro.

Luego de varias sacudidas, el cuerpo cayó inmóvil. Con dificultad, Murray la movió hasta que quedó boca arriba sobre el suelo. Sus labios se veían azules, su respiración era irregular; levantó uno de sus párpados, su pupila no reaccionaba a la luz.

Horas más tarde Murray —desinfectado y vendado por el personal médico— conducía rumbo a su casa, la pequeña Sophia en el asiento trasero. Sybil reposaba dentro de su cámara; su cerebro estaba en coma, no despertaría hasta pasado un tiempo.

***

En el transcurso de las siguientes semanas, Murray tardó mucho en lograr que Sophia se durmiera, los recuerdos de lo que había presenciado aún nublaban su mente.

Esa noche arropó a su pequeña, le dio un tierno beso en la sien y salió, dejando la puerta entornada. Se encaminó hacia su cuarto, las costillas estaban soldándose pero los analgésicos apenas bastaban para paliar el dolor.

Si el demonio quiere [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora