09.

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CAPÍTULO NUEVE.

Enoch.

Acaricio su pelo con mis dedos, intentando calmar sus sollozos. Sigue refugiada en mis brazos, cosa que no me molesta en absoluto.

Ahora mismo me apetece darme de golpes contra un árbol. No quería hacerla llorar, no me gusta verla así. En primer lugar tendría que habérmelo contado antes, maldita sea. Este es un trauma que debo ayudarla a superar. Y en segundo lugar yo debería quitarme la manía de usar el móvil mientras conduzco. Me lo han dicho muchas veces y yo ni caso.

Lentamente, parece que Aledis empieza a tranquilizarse.

Debería contenerme, pero la pregunta está presionándome para salir y, aunque soy plenamente consciente de que es el peor momento para hacerla, la hago.

—¿Le temes a la muerte?

Como esperaba, se separa de mi pecho y me mira con el ceño fruncido.

—¿Qué?

—La muerte. ¿Te da miedo?

—No quiero tener esta conversación ahora. Vámonos —sus ojos se vuelven suplicantes—. Por favor, vámonos.

—No hasta que me respondas, Aledis. ¿Te da miedo morir? Porque eres consciente de que tú morirás en algún momento, ¿no? ¿Te da miedo pensar en tus seres queridos muriendo? ¿En mí muriendo? —me cruzo de brazos.

—¡Para, para, para! —sus ojos se llenan de lágrimas nuevamente. Sé que la estoy presionando, sé que estoy metiendo el dedo en la llaga, pero también sé que es necesario—. ¿Por qué me haces esto?

—Solo estoy ayudándote —me pellizco el puente de la nariz—. Aledis, tu padre murió hace quince años y aún no has superado que ya no esté.

—¿Qué no lo he superado? —da un paso hacia atrás—. Llevo quince años acostumbrada a no verle. Lo he superado, créeme, hace mucho tiempo.

—Ese es el problema. Te has acostumbrado a no verle. Te has acostumbrado como si él os hubiese abandonado y siguiese vivo. Pero no has aceptado que no está, que no volverás a verle nunca más. No has superado tu miedo a los coches y a las carreteras, tu miedo a tener un accidente —avanzo lentamente hacia ella—. Aledis, llevas quince años reteniendo todo el dolor. Es hora de que lo dejes salir.

La atrapo entre mis brazos cuando me percato de que se le doblan las piernas. Sus manos se aferran a la tela de mi sudadera, arrugándola entre sus puños, sollozando en mi pecho.

—Confía en mí, llamas. Déjalo salir, habla conmigo.

—No, no puedo —niega con la cabeza—. Por favor, no me obligues a hacerlo. No puedo, hoy no.

Aprieto la mandíbula y, despacio, la alejo de mí.

—Bien, como quieras —evito mirarla a los ojos—. Vámonos a casa.

—¿A casa? Pero yo... yo quiero ir al club.

—No creo que sea buena idea.

—Si volvemos a casa no dejaré de comerme la cabeza —agarra una de mis manos—. Por favor, señor.

—Como quieras.

Regreso al coche, aún sin mirarla. Si quiere cerrarse a mí, yo también me cerraré a ella. Así funcionan las cosas; si así lo quiere, así lo tendrá.

Golpeo el volante con los dedos, esperando que Aledis se meta dentro. Una vez que se ha calmado, veo por el retrovisor como camina hacia el vehículo con la cabeza cabizbaja.

Infierno [+21] [TAI#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora