Si cierras los ojos y detienes tu mundo un momento, puedes escuchar como el mundo gira, así como la forma en que este se adentra en la vida de las personas que en él habita. Si te concentras un poco más, puedes hasta sentir la vibración que este transpira. Tan enorme, tan cargada, tan tierra.
Unos rayos de sol eran cubiertos por las enormes hojas de los árboles, sin embargo, una que otras se lograban escabullir entre los huecos llegando a iluminar el espacio entre dos cuerpos que se encontraban dormidos uno junto al otro, dos cuerpos que respiraban a la misma sintonía y que solo deseaban detener el tiempo, la tierra o al menos el dolor.
Unos brazos se encontraban rodeando el cuerpo desnudo de la chica que durante años ha tratado de huir de la vida, o al menos de su realidad vivida. Unos brazos que se desplazó hasta su rostro y con mucho cuidado y admiración comenzó a acariciarlo, deseoso de capturar cada mínimo detalle de lo que su intrépido corazón se ha enamorado.
El cuerpo a su lado se movió y como si no supiera en donde se encontrase sus ojos se abrieron de golpe mientras que su cuerpo se levantaba a toda prisa sin saber hacia donde dirigirse y si cubrirse con las manos o buscar su ropa entre el desastre. Su rostro era la definición pura del terror y la vergüenza.
—Aina, ¿Qué sucede? ¿Qué pasó? —le llamó el pelinegro sin entender lo que estaba sucediendo y con una notable preocupación en su rostro —Aina, espera, cálmate.
La chica parecía no escuchar sus palabras, estaba desesperada tratando de cubrirse que no se había dado cuenta de que el chico se había levantado hasta que sintió sus manos rozándola con cuidado mientras cubría su cuerpo entero con las mismas sabanas que habían utilizado la noche anterior.
—Aina, detente —le dijo tratando de atraerla hacia él, sin embargo, este fue empujado con fuerzas.
—¡No me toques, no te acerques! —gritó la chica con desesperación alejándose todo lo que podía del pelinegro frente a ella.
—¿Qué sucedió? habla conmigo, Aina, ¿Qué ha pasado? —preguntó una y otra vez el chico sin comprender lo que estaba sucediendo. Hace unas horas atrás ella se veía tan segura y tan feliz y ahora pareciera ni conocer a la persona que se encontraba en la misma habitación que ella.
—¡Deja de decirme así, deja de llamarme así!
—Pero ese es tu nombre...
La chica pareció no escuchar sus palabras y entró en colapso al darse cuenta en la situación que se encontraba. Lejos de caja, a mitad del bosque, sola, bueno, no tan sola, con un completo desconocido y desnuda, completamente desnuda.
—Me-me hiciste daño —dijo la chica bajando la mirada hacia su piel descubierta, sus manos comenzaron a temblar y sus ojos a llorar —, tu-tu me hiciste da-daño —. Movió su cuerpo hacia la pared y como si ya nada importase bajó su cuerpo hasta quedar sentada en el frio suelo, sus piernas se acercaron a su pecho y como si así pudiera desaparecer se abrazó con fuerzas.
—No, no es cierto, yo no he hecho nada que tu no quisieras —. Mientras hablaba se intentó acercar a ella buscando la manera de calmarla.
—¡Aléjate de mi, no me toques! —volvió a gritar la chica con rabia —¿Como llegué hasta aquí? mi abuelo debe de estar de la preocupación —dijo ella en voz baja, sin embargo, el silencio en la habitación era tan asfixiante que el chico pudo escuchar sus palabras.
—Tu abuelo sabe que estas conmigo —respondió el chico tratando de mostrar un poco de calma en su rostro y voz.
—Mentira, mi abuelo jamás hubiese permitido esto —dijo con un sabor amargo en la boca, quizás por el llanto, quizás por verse desnuda y sola frente al chico —. El me quiere, el no me haría esto.
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Noches Efímeras ©
Teen FictionAina Harlem vivía su vida de libro tras libro, de mundo tras mundo, suspiro tras suspiro, viviendo aventuras extraordinarias por cada página que pasaba. Durante toda su vida su mundo se fue envolviendo en ese pequeño, pero mágico lugar. Una chica ce...