Epílogo

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El mundo cambia, el mundo se transforma, el mundo se acaba. Las personas somos parte del mundo, por ende, somos seres cambiantes, capaces de transformarnos y obligados a acabarnos.

La calma del viento, la llamarada de fuego ardiente al caer la noche, el rugir de las olas, el canto de los animales y las ansias de un corazón malherido son símbolos de haber vida, son instantes de fragmentos donde quedan huellas incapaces de borrarse, son almas quebrantadas que se hallan en la cima de una enorme montaña anhelando el sueño de la mañana, son rastro del pasado, son los momentos del presente, son los sueños que el futuro contiene.

Aina Harlem, una pequeña chica que se hizo grande en tan poco tiempo gracias a un invasor de mesas con nombre de propietarios tachado en letra mayúscula de forma imaginaria, un pelinegro para nada modesto que fue capaz de darle vida a su pobre corazón y a mostrarle que el mundo a pesar de estar roto al igual que ella seguía siendo hermoso, un chico que ya no estaba y que solo quedaría su recuerdo en el aire.

Ya habían pasado dos días, su cuerpo estaba frente al de él, solo que el de ella se movía y de sus poros salía vida, sin embargo, el de él ya no era más que carne muerta y corazón sin vida. Hoy dejaría de ver su cuerpo para siempre, ya no escucharía su risa, sus ocurrencias, ni siquiera sus imprudencia, ya no estaría aquí. Sus abrazos, sus manos, el sonido de su corazón al estar su cuerpo junto al de él, su capacidad tan increíble de irritar, su esencia, su él, él...

Habían pasado cuarenta y ocho horas y su cabeza no encontraba la manera de detener la repetición de las palabras del doctor, y mientras buscaba la forma de comprender el porqué de lo que había sucedido no podía dejar de decir una y otra vez.

«Lo siento, hicimos todo lo que pudimos.»

Todos se habían ido, todos excepto Aina, quien no era capaz de moverse del lugar donde dentro de nada solo quedarían recuerdos de que ahí estuvo un chico que era capaz de invadir vidas y corazones.

No supo cuanto tiempo había pasado arrodillada, solo recuerda la mano caliente sobre su hombro de la misma persona que la ha cuidado desde pequeña, la misma persona que siguió con su vida a pesar de haberle sido arrebatado casi toda de ella, solo quedaba una pequeña pieza, una pequeña y vital pieza importante dentro de él, pieza que se hallaba con el alma destrozada y los ojos en estado de desesperación.

—Ven pequeña, vámonos a casa, es hora de volver.

—Él es mi casa...

***

—Se que han sido días duros para ti, ¿quieres hablarme un poco de eso?

Aina se encontraba una vez más en ese mismo lugar en el que había huido por tanto tiempo, el lugar que más temía, el mismo lugar donde sabía que volvería a iniciar y a entablar una conversación buscando un acuerdo entre ella y lo que vivía dentro de ella, una negociación que esperaba esta vez poder ganar.

Su vista se perdía en la ventana, las yemas de sus dedos se enrollaban sin cesar en su pantalón y por primera vez en mucho tiempo miró a sus miedos directamente a los ojos y les dijo.

—Si, estoy lista.

El tiempo pasó, no supo si lento o rápido, solo que había pasado y ya. Sus piernas estaban saliendo de esa instancia con la puerta tan blanca como la leche y tan inmensa dentro de su pequeñez, se movía con la mirada hacia sus botas negras y con sus manos entre una guerra, no tenía que decirle nada a sus piernas, ya sabía hacia donde debía dirigirse, hacía el mismo lugar donde inicio todo, el mismo lugar donde estaba su punto y coma y queriendo o no debía continuar escribiendo.

Era de noche, estaban a punto de cerrar y tan solo quedaban dos personas que recogían sus cosas a toda prisa. Aina, luego de tres meses volvió a pisar el suelo del lugar de donde antes nunca salía, sin mirar a las personas al rostro se encaminó en silencio a su escritorio que se encontraba exactamente igual como lo había dejado la última vez que estuvo allí, la última vez que él estuvo allí.

Se tumbó en su silla, inhaló el aroma que impregnaba el lugar esperando encontrar rastros de su presencia, fallando por completo, guió su mano hacía el cajón donde dejaba guardado la carpeta que había dado inicio a su guerra entre lo que sabía y lo que se negaba a ver y sin importarle lo que eso significaba lo abrazó con fuerzas y lloró como un niño pequeño al caerse por no saber caminar.

Al abrir nuevamente los ojos decidió darle fin a la persona que había escrito esas historias, movió las yemas de sus dedos por toda su portada y con el mismo ritual decidió leer lo que quedaba de ella.

Antes de terminar sus ojos notaron una hoja extraña que sobresalía de entre todas las que tenía entre sus manos, esa última hoja que era imposible pasar desapercibida, pero que por alguna extraña razón antes no había visto, rápidamente pasó las hojas hasta llegar a ella y en definitiva su corazón no esperaba encontrarse con lo que estaba sintiendo y en voz entrecortada y en un susurró repitió mientras que de sus ojos empezaba a llover una vez más.

—Querida ruedita de ojos.

Noches Efímeras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora