La asunción a los cielos

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La noche que Cristian murió, Diosito quiso poner fin a todo.

A Cristian no lo habían matado las políticas carcelarias. No lo había matado el sistema. No lo había matado César ni ningún otro preso.

A Cristian lo habia matado una enfermedad que era más fuerte que todas las injusticias del mundo.

Algunos días atrás, se había podido ir. Cristian no murió estando preso. El hecho de que a Cristian lo sacaran de San Onofre para llevarlo a su hogar, había tenido relación directa con su enfermedad, ya que respondía a una premisa protocolar que había recaído sobre los convictos que por diversos motivos estaban propensos a contagiarse el virus. Corría la pandemia y habían soltado a muchos. Entre ellos, a Cristian.

Él había intentado ver al menor de los Borges pero fue tan veloz su traslado que no le habían dado tiempo de nada.

Diosito se había enterado de su traslado 2hs después. Cuando supo que Cristian se había ido se quejó con todos. Todos los presos se quejaron en realidad, porque todos querían la libertad y veían en el virus la posibilidad de saborearla un poco, aunque no le sintieran el sabor por mucho tiempo.

Nadie se quedó conforme. La cárcel latía como una olla que está a punto de entrar en ebullición. Diosito también agitaba al resto. No podía ocultar su enojo.

Una semana transcurriría hasta que todo se volviera un caos. La tarde del jueves siguiente al día de los traslados, comenzaba a esbozarse un (-más tarde- fallido) motín.

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La tarde empezaba a transformarse en uno de los ocasos más raros que pudiesen recordar. Los colores eran vibrantes, tal vez había demasiados violáceos y demasiados púrpuras, lo que le otorgaba a la tarde un matiz dantesco y voraz. Diosito estaba muy ciego para ver, caminó con prisa y furia; había ido a hablar con Antín sin siquiera esperar a que este lo atendiese. Casi rompió la puerta.

Exigía a gritos salir él también.

Antín le explicó con una parsimonia obtusa, casi absurda (teniendo en cuenta que la cárcel estaba sublevada), que no todos iban a poder irse.

-No sean boludos, bajá la voz que te va a ir peor. No pueden salir todos, salen los que corren riesgo de salud, nada más, pelotudo. Andá y calmame a los fisuras estos que me van a hacer salir en los diarios, ustedes. ¡Ah! Tomá. Este sobre lo dejó Pardo para vos. Parece que hay guita adentro. ¡Qué le habrás hecho para que te adorne así!

Antín tenia razón.

En el sobre había guita.

Además, había una carta.

Diosito la abrió en el medio del patio, del caos, en medio de todos los azules y violetas del cielo que se reflejaron en cada uno de los charcos del piso.

"Gracias por hacer del último tiempo de mi hijo un tiempo grato. Sé que lo cuidaste y sé cuánto te ocupaste de que él la pasara bien mientras podía.  Era todo lo que yo quería: que la pasara bien y acá está mi agradecimiento. Lamentablemente el cáncer ganó y anoche Cristian se nos fue después de unos días tremendos. Seguro se quedó con tu recuerdo. Algo dejaste en él. Me pidió que te escriba su adiós".

Los gritos de los convictos ya no llenaban el lugar, al menos para Diosito, se volvieron sordos y parecieron aplastarse sobre las paredes otrora indemnes. La carta tembló en su mano antes de que la primer lágrima de muchas, la empezara a mojar.

No supo por qué pero acercó el papel a su boca; ese papel ni siquiera lo había tocado Moco, pero de alguna forma lo unía al último recuerdo tangible que iba a formarse de él.

Gritó.

Gritó de bronca en medio de la noche que se imponía en el desorden de los presos.

Vio que la policía empezaba a actuar. Corrió ciego.

Caminó los pasillos chocando gente.

Se cruzó a su hermano que lo llamaba. Él solo lo vio gesticular grotescamente: jamás escuchó el sonido de su nombre.

Todo se apagaba.

Sabía que todo era una gran disonancia, griterío. Estaban controlando el motín.

Un chillido ensordecedor parecido al acople de un parlante que suena a lo lejos lo inundó todo.

De repente escuchó:

"Estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí..."

La oyó. Era la voz de Pantera, que leía desde un rincón.

-Mateo 25:36. "Sé que después de mi partida, vendrán lobos feroces entre vosotros, que, que no no perdonarán el rebaño". Hechos 20:29.

-¿Qué te pasa, hijo de puta? -le preguntó Diosito a la defensiva más por desconcierto que por temor.

-"Y y cuando aparezca el Príncipe de de los pastores, recibiréis la corona inmarescible de gloria". Pedro 5:4.

Diosito sintió que las palabras que ahora escuchaba se le metían adentro, desgarrándolo. Eran parte del fluir de su sangre, golpearon desde adentro para atravesarlo y seguir sonando como un mantra inexorable. Secando sus lágrimas (que no mermaban), dijo susurrando apenas con un hilo de voz, aunque intentaba gritar: "hay que salir", aunque sabía que ya empezaba a ser tarde para escapar.

Siguió recorriendo la cárcel. El papel en sus manos se había convertido en una bollo de hoja estrujada, mojada, ilegible. Toda su bronca estaba comprendida en ese puño que se cerraba sobre la carta, o lo que quedaba de ella. Toda la merca que tenía encima le dio las fuerzas para trepar a un techo. Desde ahí arriba la cárcel parecía un juego de mesa con muñequitos que estaban dejando de moverse.

Estaban controlando la rebelión de los presos. Nada que unas botellas de Sidra caliente, tarjetas de teléfono y cigarros no pudiesen comprar. Idea de Antín.

Diosito miró hacia abajo. Se había trepado para terminar con todo. Pensó en lo bueno que sería prender fuego la cárcel. No podía entender que todo no hubiese estallado. En realidad el que estallaba por dentro era él. Entendió que no le molestaba que hubiesen liberado presos sino que hubiesen liberado a Cristian. Entendió que le dolía no haberlo podido ver por ultima vez. Tirarse desde el piso más alto. Eso seria sanador. Para ello le faltaba; apenas estaba a unos 30 mts. del piso. No haberlo podido coger una vez más con lo bien que la pasaban juntos. No haberlo podido ayudar. El piso se le movía en círculos.

Vio como todo desaparecía ante sí.

Estaba en la cornisa, de cara al abismo más negro. Soltó el bollito de papel como quién lanza una piedrita al mar.

Sus lágrimas se secaban en la piel.

A punto de perder el conocimiento, aflojó a conciencia sus piernas.

No quería seguir.

La frase se dibujó en su cabeza.

"Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, recibiréis la corona inmarescible de gloria".

Un golpe lo sacudió desde atrás, por los hombros. Le dolía tanto el cuerpo que creyó haberse arrojado. No. Seguía en el techo, tirado en el suelo, y lo sostenía alguien. Sintió que unas manos firmes lo sacudían, lo corrían del borde, del peligro.

Abrió los ojos.

Era Pastor, salvándole la vida.

El Marginal XXXDonde viven las historias. Descúbrelo ahora