El infierno de Diosito

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-¿Cómo estás pibe? -le dijo Pardo con un tinte amargo en la mirada.

-Diosito me llamo. Bah, no me llamo pero me dicen así, así que es lo mismo.

-Sí, ya sé como te dicen. Bueno, Diosito. Contame cómo la está pasando mi hijo. No quiero enterarme de que le hagan daño.

-No, quédese tranquilo señor, lo estamos cuidando como si fuese una novia que tiene que llegar virgen al altar-. Diosito no había encontrado peor metáfora, lo sexual lo abordaba inconvenientemente. Y en cuanto se dio cuenta de lo que había escupido se puso rojo de vergüenza. Se imaginó a Cristian vestido de novia, con todo el pabellón rompiéndole el orto. Si, así lo imaginó.

-¿Perdón? El tema es que lo cuiden, pero que la pase bien. Yo hablé con tu hermano la otra vez, están bien pagos ustedes. No me importa que haga sexualmente lo que quiera y que la pase bien como él quiera, como decida pero hay que cuidarlo mucho. Sabés. Por su enfermedad. Amo mucho a mi hijo. Y no me imagino la vida sin él.

La palabra enfermedad se replicaba en el cerebro de Diosito como un loop neurótico que se propagaba más allá de lo plausible. Lo tomaba todo, como una gigantesca red de pesca.

No supo qué siguió después. La enfermedad estaba ahí en sus palabras, en el recuerdo del discurso de Pardo, en el mundo aplastando gente, animales, estaba en el cuerpo de Cristian como una maldición horrible. La enfermedad estaba ahí para ser hija de puta.

Diosito sintió conmiseración.
Pena.
Dolor.
Lástima.
Ternura.
Amor.

Y la tristeza y la desesperación se escondieron en los rincones más recónditos de su ser.

Quiso oír su voz.

Buscó a Cristian en el pabellón, en los baños, en el comedor, en el patio, y cuando lo vio, no pudo ni siquiera abrazarlo.
Se paralizó frente a él como si acaso hubieran sido dos imanes con atracción negativa.
Apenas un parpadeo lo hizo ver real, fuera de ese movimiento apenas visible, pareció ser una escultura de mármol.
Estupefacta.
Fría e inmóvil.

Y sin vida. Sin interior.

No podía soportar pensarse sin él.

*****

Semanas enteras habían pasado. Habían pasado también los meses. Todo había transcurrido con ese amargo sabor que le implanta descaradamente la rutina al ya cruel encierro. Todo había seguido su rumbo. Sinuosos caminos de comportamientos humanos entrelazados entre sí. Las peleas, las uniones, los amiguismos, las guerras, las penas, las tristezas, los encuentros sexuales. Todo continuaba pero era Diosito el que no había podido continuar.

Su miedo lo hizo estallar una tarde de Septiembre.

Aquella conversación había germinado en él una psicosis espantosa.

-Marito, tengo que hablar con vos, e' urgente. Es sobre Moco. Creo que tamos contagiados.

-¿Qué te pasa? Aflojale un poco al talco.

-No, es de verdad Marito, ya no puedo más. El pendejo tiene Sida, me lo dijo Pardo, que al pibe le queda poco, que no se imagina la vida sin él. Por eso quiere que la pase bien entendés? -Lloraba. Lloraba con una desesperación incontrolada.

-Cáncer tiene, pelotudo. Cáncer no Sida. ¿Y vos qué? ¿Qué te preocupa? ¿Te encamaste con él? ...Ahhhh... ¡¡¡Ah!!! ¡Sos un reverendo pelotudo! Ah... Encima... Te cagaste enamorando...

Mientras Diosito lloraba casi sin consuelo a Marito se le pasaba un poco el enojo y se fundían en un abrazo.
 

Marito le recordó a su hermano sobre los controles permanentes de infecciones dentro del penal. Le recordó del uso obligado de profilácticos (pocos lo cumplían) y le terminó, en el devenir de la charla sincericida, pidiendo explicaciones sobre el foso.

Después lo cagó a pedos por todas sus enormes cagadas pero no tanto; lo amaba. Ese chico era todo para él. ¿Cómo iba a cagarlo a pedos mientras su cuerpo y corazón se deshacía en lágrimas? Si ese pibe era todo... Valía más que su propia vida.

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