El valle de los lamentos

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Varios meses había pasado desde que Cristian había entrado a San Onofre. La monotonía se come la vida.
El encierro, las noches y los días.
Lo único que lo mantenía fuerte era su constante regreso al foso de los placeres. El placer que sentía en ese subsuelo lo hacía volar. No importaba si estaba en su cama porque el placer trascendía en él, con solo cerrar los ojos lo recorría una calentura inmediata si se pensaba ahí, hundido en ese paraíso porno, en ese jardín de vergas duras.
A esa edad el sexo es necesario y adictivo.
Su edad lo hizo un adicto al sexo. Sus años y el deseo que sentía por Diosito.

Diosito era el motivo de sus pajas.

El primer día de mayo los sorprendió juntos después de algún tiempo distanciados y ese otoño no se separaron. Parecían gemelos. Hasta se habían teñido el pelo del mismo color.  Gran declaración. Todo un manifiesto no dicho.
Lo no dicho agobiaba.
Eso le habìa dicho la psicóloga a Cristian. El no decir era lo peor. Es lo que más daña. Le explicó que la (a)dicción era justamente una no dicción, lo no dicho. Y lo que se calla, dijo, se manifiesta a gritos en su cuerpo.
El cáncer era sus gritos.

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La pija que le había tocado estaba dura y violeta, la humedad del líquido en la punta empezó a recorrer el miembro como un helado que se derrite y ensucia el cucurucho.
Las miradas cautelosas caían sobre él como faroles mortecinos; bajo esa supervisión expextante Diosito no dudo en abarcarla con la lengua, hasta limpiarla, recorrerla toda hasta los huevos, lamiendo también ahí la zona con ansias, hasta sacarle la sal amarga de la piel suave y tirante del escroto. Le gustaba olerlos, hacerlo le erizaba la piel por completo, luego le gustaba quitarles el olor por un rato con su lamidas, escupirlos y juntar esa saliva caliente para volver a derramarla toda junta bañando las bolas nuevamente. Atrapado en esa perversión, pegaba su rostro hasta hundirse como si fuesen los testículos una toalla, jugaba sopesándolos con lengua y boca, se los pasaba por la frente y los ojos. Y en ese juego lascivo de frote exquisito, de repente lamía la piel del ano. Introducía la punta de la lengua para sentir el ojal cerrándose con fuertes movimientos involuntarios sobre ella, expulsándola. Más la metía y la sacaba y más necesitaba empujar el ano con la lengua, era un vicio; lo excitaba tanto que tenía que contener el orgasmo. Le daba tanto placer esa práctica que deseaba intensamente que le hicieran lo mismo. ¡Cómo lo deseaba! Entonces se metía un dedo (a veces ni siquiera lo mojaba) y lo movía un poco, y se sacaba gemidos él mismo con esa penetración privada. Quería más.
Necesitaba que lo hicieran gozar a cualquier precio.

Se propuso como esclavo.

Un gran pene negro de plástico le fue introducido suavemente y le pidieron que camine porque ese sería el rol del esclavo esa noche. Llevar una verga en el culo y caminar hasta que el goce lo enloqueciera. El mero roce de los gluteos al caminar hacían moverse adentro el pene hacia un lado y al otro. Diosito gemía locamente porque esa poronga enorme lo llenaba y le sacaba sensaciones de placer y de dolor a la vez. Estaba tan excitado que no podía caminar por muchos segundos. La fusta del amo lo obligaba pero él simplemente no podía.
Caminaba dos o tres pasos y caía en sus rodillas con las piernas abiertas. Pedía placer y gemía. Quería que alguien tomase ese pene y lo moviese salvajemente penetrándole el ano con vehemencia.
Se sacudía buscando satisfacerse más y más.
Montaba ese pene enorme de dolor y goce.

Pantera se acercó para detenerlo. Al esclavo la insurrección de la autoestimulación no le estaba permitido. Debía anhelar el placer pero no obtenerlo con facilidad así que le sacó rápidamente el pito lo cual hizo que el ano de Diosito se frunciera inmediatamente en un impulso violento de dolor por el vacío. Dolía pero su erección no bajaba.
Media hora estuvo de rodillas con el ano a disposición del amo, que se entretenía tocándoselo un poco para sentir cómo se dilataba y luego se fruncía.
La tortura no era solo trasera; un enano le cacheteaba la pija para jugar con esa rigidez inquieta, palpitante y caliente. La movía con palmadas suaves para ver cómo la verga bien hinchada pendulaba de un lado al otro.

Pantera tomó un pote con vaselina y lo puso frente a los ojos de Diosito. Se embadurnó no un dedo ni dos sino la mano completa. La vaselina le cubría parte de la muñeca. Cuando Diosito vio esa mano gigante, fuerte y venosa casi se desmaya.
Sus ojos perdían claridad y ya no veía nada.

Otros consortes lo sostenían para exponer sus gluteos.
Arrodillado como estaba, lo recostaron contra el piso dejándolo ahora con la cola en alto.
Se rieron de él y él apenas pudo escuchar algo. Necesitaba acabar, creyó ya no poder más. Los ojos perdían el foco, la mirada extraviada.

Sintió el frío de la crema que pronto se entibió al contacto con su cuerpo y eso lo hizo regresar en sí por un instante.
Pantera le abrió el ano con una habilidad que le hizo sentir un contacto exquisito pero inmediatamente el dolor lo tomó por completo. Lloró un poco Diosito cuando el puño entró directo a sus entrañas llegando más lejos aún que lo que había ocupado el pene negro de plástico. Y gemía mientras también el dolor lo obligaba a gritar. Fue una violación hermosa, al cuarto empuje su verga se deshizo en una propulsión de leche que se disparó con una fuerza extraordinaria. Acababa al momento en que la fusta castigaba el miembro desamoratado.

La noche parecía crujir, romperse pesadamente.

Lo escupieron y acabaron sobre sus nalgas y espalda.

El vapor, el ruido a óxido, la respiración entrecortada.

Mientras las últimas gotas de semen salían de su pene, las lágrimas terminaban de rodar por su rostro.

La nada.

Todas las gotas de sal fueron, de su rostro, lamidas pero Diosito ya se había desmayado.

El Marginal XXXDonde viven las historias. Descúbrelo ahora