El foso de los placeres

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Nadie tenía que saberlo.
El plan de César de hacer debutar al recién llegado con una travesti no había funcionado del todo bien. Al menos no como el quería.
Cristian si apenas había participado del asunto.

César necesitaba demostrar su liderazgo, quería impresionar, tomar el poder, influir.

Nadie tenía que saberlo.
César iba a llevarlo al foso de los placeres.
Antes que Diosito.
Antes que nadie.
Ése sería su as en la manga.

Mario le había dicho que se cuidara, que las amistades adentro casi no eran amistades.
Que no hablara de más.
Que no mirara de menos.
Estar en alerta ahí adentro era premisa, después también habría tiempo para no pensar, para simplemente ser, para el relajo en el mejor sentido del término.

Esa noche había fiesta en el cortijo.
Mario, Diosito, El colombiano, todos de juerga, tomaban, bailaban y chapaban con unas chicas, entre risas y jolgorios.
Todo lo podía la guita, el trasfondo de los favores a cambio.

Todo parecía encaminarse hacia el mejor momento de la fiesta.
La música sonaba de fondo, las luces discotequeras a color, bailaban sobre los cuerpos formando graciosos destellos intermitentes.
Pero Cristian y César no se quedaron porque Diosito hacía rato que se había ido.

Atravesaron el patio, por separado.
Primero César.
La madrugada crujía.
Cristian después.
Todo lo inanimado parecía cobrar vida más sin embargo todo lo vivo, parecía desfallecer.
Un halo de luz artificial les acarició las espaldas.
Sólo eran sombras esfumándose en un callejón.
La luna parecía cansada.
Las voces rotas como impotentes murmullos.

-Seguime, guachín -dijo César agazapado, mientras abría un portón oxidado.
-¿Por acá no estuvimos la otra noche con el trava? -preguntó Cristian.
-Más o menos, pero ahora no nos quedamos en un pasillo cualquiera, ahora te llevo al lugar más sarpado de todos.
Cristian se detuvo en seco.
-Al foso de los placeres? -preguntó.
-Sí, al jardín de los esclavos.
-Eh?-. Cristian frunció el seño.
-Ya vas a ver...

Varios portones más tuvieron que atravesar hasta dar con el portón final que daba al foso. La humedad era escalofriante, podía palparse, se sentía arder desagradablemente en ese cemento partido.
Cristian se preguntó cómo nadie los veía.
Eran invisibles en el intento de trascender.

La puerta del foso se abrió en el mayor de los silencios más todos los ruidos llegaron a él como traídos en una caracola de mar.
Al bajar sintió un frío que lo recorrió entero, bajando desde su nuca hasta más allá del apoyo de sus piés.

El lugar era tétrico, celdas rotas, calabozos incompletos que hacían las veces de un único salón con pseudo divisiones que no terminaban de separar nada.
Todo era azul o al menos parecía serlo.
Azul y gris, en esa penumbra reinante.
Cuando miró alrededor, vio hombres desnudos, todos realizaban algún tipo de práctica sadomasoquista.
Cristian buscaba a Diosito, sin moverse. Tuvo una epifanía.
De repente entendió todos los nombres, desde foso de los placeres hasta el jardín de los esclavos.

-Si no te acercas no te hacen nada eh, si quere' pasarla bien la onda es arrimarte a los focos de acción.
¿A cual querés ir a ver? -preguntó el morocho con una sonrisa maldita y aniñada-. Nunca viste tantas porongas juntas no?

César se sacó la remera. Cristian seguía petrificado, por donde mirara había parejas o grupos de hombres teniendo sexo o simplemente practicando el sadomasoquismo.
Nunca había visto nada parecido.
Recordó a la Divina Comedia de Dante Aliguieri, (libro que había tenido que leer en el colegio pero que nunca terminó de leer) y creyó que el infierno debía ser como ese que se flagelaba frente a sus ojos.

"Vení, tenés que ver esto", le dijo César, abrazándolo. Se acercaron a una ronda de tipos desnudos que les convidaron unas cervezas heladas.
En el centro, el más chico de los hermanos Borges estaba de rodillas, con los ojos vendados y las manos atadas hacia atras con unas gruesas sogas, a la altura de sus nalgas.
Su cuerpo desnudo se contorsionaba con cada toqueteo, formando más venas que las que eran visibles a simple vista. La humedad del cuerpo lo hacía más sexy y bajo esa penumbra encantadora su verga dura, elevada como una espada, lo volvía absolutamente irresistible.

"Es hermoso", pensó Cristián mientras su propio miembro empezaba a ponerse duro.
Su boca se cargó de deseo y bebió con ganas.

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