Ginny nunca se había sentido con tanta libertad en toda su vida. Ahora podía levantarse a la hora que quería, comer a la hora que sentía correcto, y a pesar de que solo tenía permitido pasear por el callejón Diagon, no se aburría demasiado. Con lo que si luchaba era la idea de comprar todo lo que quisiera.
Con sus ahorros, probablemente tendría para darse varios gustos, pero pensando con la cabeza fría, se dio cuenta de que le faltaban unos cuantos años más en Hogwarts, y que probablemente necesite el dinero. Mas ahora, que los libros, útiles y uniformes se ponían más caros.
Lo cierto es que Ginny se divertía, comía helados, disfrutaba de los dulces, comía con tranquilidad en el Caldero Chorreante, y hasta pensó que después se podía comprar con sus ahorros, una nueva túnica, porque la anterior le quedaba demasiado corta.
Claro, no todo era bueno con aquella libertad, porque en realidad no tenía tanta libertad como deben pensar. A cada momento sentía que la observaban, y cuando se volvía, veía al viejo tabernero Tom vigilándola, cumpliendo con lo que el Ministro le había encargado.
Ella tenía muchas preguntas sobre eso, pero había decidido no romperse la cabeza antes de ver a sus amigos.
Otra cosa que le molestaba, o que más bien le entristecía, era pasar por la tienda de Quidditch, recién remodelada. Pues junto a la puerta, habían colocado una placa dorada con los nombres de las personas que perdieron la vida el día del atentado. Ginny en un momento se puso a revisar la lista, y pudo ver los nombres de Paola y Jhonny Harrison, los niños que estuvieron junto a ella admirando la Saeta de Fuego.
Solo tenían 9 años, según había escuchado de una mujer muy chismosa, que almorzaba casi todos los días en el Caldero Chorreante. Ginny no quería imaginarse lo destrozados que estaban sus padres, lo que también le hacía pensar en Sirius, y en su implicación en el atentado.
Todo aquello le entristecía, pero por lo general siempre compraba un helado para alegrarse, lo que casi siempre funcionaba.
Ya al quinto día de haberse ido de su casa, y de también quedarse en el Caldero Chorreante, decidió que dejaría en paz a su orgullo, y por fin le escribiría a Harry. Lo extrañaba demasiado, y a lo mejor si se coordinaban bien se veían en el Callejón Diagon, aunque conociendo al azabache, apenas supiera donde estaba iría de inmediato.
Pero cuando ella entraba a la taberna, para irse a su habitación, le llamaron la atención unas personas, sentadas en el fondo del lugar, en donde casi nadie los veía. Les llamó la atención, precisamente porque si no le traicionaba la vista, se trataban de Remus Lupin, James y Lily Potter y el ministro de Magia, Cornelius Fudge.
Por la forma en que se miraban y susurraban, debían estar preocupados por algo, lo que hizo que a Ginny se le despertara la curiosidad. ¿Qué hacían allí? ¿Qué era lo que hablaban? ¿Por qué tanto secretismo? Era muy obvio que no querían ser descubiertos juntos, haciendo mucho más extraña la situación.
Quiso acercárseles discretamente, pero justo estos se levantaron, y tomaron el mismo pasadizo estrecho que ella había tomado con el Ministro, cuando tuvieron el primer encuentro. Estaba segura de que se dirigían a aquella habitación privada, para hablar con mucha más tranquilidad.
Y como no la habían visto cuando se levantaron, Ginny decidió que escucharía su conversación, pero antes, tenía que deshacerse de su vigilante.
Volvió su mirada con normalidad hacia la barra, en donde el viejo Tom la miraba, mientras limpiaba con un paño algunos vasos. Cuando se percató de que nadie la veía, se acercó al tabernero con una sonrisa.
--¿Necesita algo, señorita Weasley?-- le preguntó el hombre, intentando ser amable
--Bueno...-- hizo contacto visual con él, volviendo sus ojos rojos y logrando hipnotizarlo --Ahora mismo se irá a la parte de atrás de la taberna y allí tomará una siesta de dos horas, cuando se despierte, no recordará nada de lo que le dije, ni que tampoco me le acerqué para hablarle--