10. La ciudad de las torres

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Kirtan me permitió apenas cuatro o cinco horas de sueño antes de llegar a mi dormitorio y golpear la puerta metálica de tal manera que creí que alguien disparaba un arma en el corredor. Desperté con el corazón acelerado y con un mareo muy intenso.

—¡Partimos en diez minutos! —vociferó desde el otro lado de la puerta. Quise rogarle que me dejara dormir al menos media hora más, pero sabía que no accedería.

El cuarto me dio vueltas al ponerme de pie. Me dolía cada músculo del cuerpo; dos estallidos seguidos —y tres en solo una semana— enfermarían a cualquiera. Recordar que pasaría el día a solas con Kirtan me brindó ciertas energías, aunque me crujía el estómago. Desearía que parte de ser infernal implicara no tener las mismas necesidades que los humanos, sin embargo, desde que mi esencia despertó sentía más hambre que antes.

Me vestí con la ropa que me trajo Kirtan anoche y me acerqué a un espejo situado en una de las paredes metálicas del cuarto. Nunca fui vanidosa, pero ahí estaba yo, haciendo lo posible por arreglar mi cabello castaño de forma que se viera presentable ante el infernal que me llevaría a recorrer la ciudad. Me sorprendía que no hubiera quedado calva tras los tres estallidos que experimenté. Menos mal que nuestro pelo también era resistente al fuego.

Salí del cuarto tras ajustarme los zapatos y me encontré con Kirtan en el pasillo. Estaba apoyado contra la pared con los brazos cruzados sobre el pecho en una postura ruda y despreocupada a la vez. Vestía ropa negra y una chaqueta de cuero que no parecía la prenda adecuada para un día caluroso.

Estuve a punto de mencionarlo cuando recordé que a los infernales no nos afectaba el calor. La ropa no era más que una cuestión de moda y de comodidad en el Infierno, también una forma de mantener el misterio en lo que al cuerpo respectaba. Era una suerte, odiaría tener que andar desnuda.

Kirtan rodó la mirada al verme y resopló como si ya estuviera harto de mi presencia, y eso que no llevábamos ni dos minutos juntos. Sería un día muy largo e incómodo para ambos.

—¿Lista para irnos? —preguntó de mala gana. Se negaba a mirarme. No esperaba que me tratara bien, pero tampoco que su odio recobrara la intensidad como si no hubiera pasado nada extraordinario anoche.

El recuerdo de su boca sobre la mía para acallar mis gritos me alocó los sentidos. Aunque no fue un primer beso como el que soñaba, fue increíble de todas formas. Kirtan no tuvo opción, pero me era imposible aceptar que él no quería besarme. Tenía que sentir algo por mí, yo no podía ser la única que se derretía cada vez que nos acercábamos.

—¿No vamos a desayunar? —inquirí con timidez, como si pidiera demasiado.

—Yo ya desayuné. —Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa maliciosa que me calentó las mejillas.

—Pero...

—Comeremos algo en la ciudad. —Caminó y yo lo seguí—. ¿Crees que te dejaría morir de hambre?

—¿Debo responder?

Se rio bajito, pero se rio. Eso fue suficiente para darme esperanzas de que nuestra aventura por Antorm no sería tan insufrible como esperaba.

Kirtan aprovechó para darme un breve recorrido por la academia antes de partir. Lo seguí a través de corredores que daban acceso a distintos espacios abiertos ubicados entre los edificios y a uno que otro campo de entrenamiento. Me mostró algunos jardines con preciosas plantas que se adaptaban al clima avernal e incluso me enseñó salones de clases y me explicó que el entrenamiento no solo era físico. Al menos estudiar me recordaría al internado y, de cierta forma, me transportaría a la Tierra.

El recorrido concluyó en un estacionamiento en el que había todoterrenos de ruedas monstruosamente grandes y otros vehículos que me eran desconocidos. La mayoría, más que automóviles, parecía bestias preparadas para atravesar el desierto sin reparos.

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