Nostalgia

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Era de esperar que en mi primer viaje de Eastside hasta mi casa terminase perdiéndome. Por suerte, Greenwood era lo suficiente pequeño como para acabar con mi desorientación en cuestión de diez minutos, así que digamos que tan sólo busqué un camino alternativo al que había tomado aquella mañana. Al llegar a mi nueva casa, la cual diferencié de las demás por la cantidad de cajas de mudanza que aún se podían distinguir desde el exterior a través de los finos cristales de las ventanas delanteras, me detuve en el porche para buscar el par de llaves que mis padres me habían dado nada más llegar allí.

-¿Eres Blanda?-dijo una voz aguda a unos cinco metros de mí. Yo esperé a haber encontrado las llaves para levantar la cabeza y dejar que una pequeña sonrisa se dibujase en mi cara al ver a una niña de no más de ocho años que estaba sentada en el banco que había en la entrada de la casa vecina. -Tus padres son guays, trajeron galletas.

-Lo son, ¿verdad? Como habrás podido imaginar, las galletas son su especialidad. Deberías ver las horas que Steve pasa en la cocina.-respondí sin dejar de sonreír, y me acerqué a la pequeña valla blanca que separaba ambas casas para apoyarme en ella.-¿Cómo te llamas?

-Soy Olivia y me gustan tus zapatos.

Ante aquella respuesta no pude hacer otra cosa que reír. Llevaba puestas un par de Converse negras clásicas tan desgastadas que fácilmente se podía decir que tenían tantos años como la pequeña, por lo que me impresionó que le gustaran. Iba a darle las gracias cuando una mujer de mediana edad, de pelo corto y rubio, salió de la casa tras haber llamado el nombre de Olivia un par de veces para que entrase a comer.

-No me hagas insistir más, cielo...-le dijo con voz calmada mientras agarrabas las pequeñas manos de la niña para ayudarla a ponerse en pie rápidamente antes de percatarse de que yo seguía allí. Fue entonces cuando me dedicó una dulce sonrisa. -Buenas tarde, ¡tú debes de ser Blanda! Esta mañana me he pasado por tu casa para darles la bienvenida a tus padres. Soy Elisabeth, por cierto, la alcaldesa.

-Es un placer, señora.-sonreí mientras introducía la llave en la cerradura y con la otra mano me despedí de mis vecinas amablemente.

-¡Ya estás aquí! ¡Gracias a Dios! -fue lo primero que oí decir a George nada más entrar. Yo fui a la cocina para saludarle como de costumbre con un rápido beso en la mejilla y cogí una manzana de una enorme bolsa de papel llena de frutas que había sobre la encimera de mármol para después sentarme sobre ella de un salto.

-¿Dónde está papi Steve?-pregunté tras el primer mordisco. George estaba demasiado ocupado desempaquetando cubertería y utensilios de cocina como para detenerse a regañarme por el lugar en el que había decidido sentarme, así que se limitó a responder.

-Llegará para comer, tan sólo se fue a dar una vuelta. ¿Sabías que vino aquí un par de veces cuando era niño? Ahora mismo debe estar rebosando nostalgia.

Ambos reímos al imaginar a Steve tal y como solía ponerse cuando revivía viejos recuerdos. Entre nosotros, siempre hemos sabido perfectamente que él es el más melodramático de los tres, pero hemos aprendido a sobrellevarlo e incluso divertirnos a costa de ello.

-¿Cómo ha ido el día?-se detuvo a preguntarme una vez había colocado todos los platos dentro del mueble que él mismo les había asignado.

-¡Hice amigos! Supongo que la pesadilla empieza a partir de mañana. Ya sabes, cuando empezamos a dar clases en serio y todos los profesores se empeñan en presionarnos para que decidamos qué queremos hacer con nuestras vidas.

Podría haber seguido quejándome pero a mitad de la frase caí en la cuenta de que George estaría lo suficiente cansado como para ahora tener que escuchar lo mucho que desaprobaba que me hubiesen arrastrado hasta allí, así que decidí seguir comiendo la manzana en silencio y a buen ritmo para después poder ayudarle a acabar con aquel desorden, ya que sabía de buena mano que tanta caja de por medio le ponía nervioso.

Cuando llegó Steve, tal y como imaginábamos, lo hizo contándonos casi a gritos que había pasado por la vieja tienda de ultramarinos del pueblo, por el colegio, por el ayuntamiento, por la consulta del doctor Swanson, y tuvimos que escuchar más de una decena de veces que todo seguía igual excepto la gente, que estaba más vieja.

-¡Todos en este pueblo parecen envejecer de una forma maravillosa! -dijo en una ocasión, para después dedicarse a relatarnos el estrecho parecido que existía entre el doctor Swanson y su padre, quien tuvo la oportunidad de tratar con él hace años más de una vez. A raíz de eso, interrumpí su continua cháchara para contarles que había tenido la oportunidad de conocer a su hijo y que él era uno de los chicos con los que, según creía, pasaría más tiempo de ahora en adelante si nos quedábamos allí durante tan larga temporada. Fue al decir eso cuando me di cuenta de lo bien que me había tomado el hecho de que me habían alejado de mi Suiza natal sin explicación. ¿A caso era posible que en cuestión de un día y un par de "medio amigos" hubiera olvidado lo mucho que me dolió dejar allí a la gente a la que quería? ¿Me iba a quedar de brazos cruzados mientras mi mundo cambiaba de la noche a la mañana justo frente a mis ojos? Aparentemente sí. Cuando llegó la hora de ir a la cama y tener tiempo para reflexionar más tranquilamente sobre este tema, la idea no pareció tan buena.

Por muy bonito que pareciera pasar un año en un pequeño pueblo de montaña, tranquilo y de gente acogedora, tan sólo llevaba veinticuatro horas fuera de Zúrich y ya la echaba de menos. Echaba de menos caminar por calles cubiertas de hormigón, con la fresca brisa proveniente de los Alpes suizos chocando en mi cara mientras oía a la gente mezclar alemán y francés, cosa que siempre me fue una dificultad porque tan sólo manejaba el alemán, pero disfrutaba oyendo el choque de ambos idiomas. También echaba de menos a mis amigas, Jess y Émilie, y a aquel chico con el que eventualmente compartía asiento en el autobús escolar pero a quien nunca llegué a dirigir la palabra. Pero esas cosas eran lo de menos. Lo que me hacía echar de menos Suiza por encima de todo era que de repente me encontraba en medio de un ambiente totalmente distinto en el que yo era la única desconocida.

Quizás fue a cantidad de cosas nuevas a las que me enfrenté aquel día, la presión a la que estaba sometida o la constante nostalgia que me perseguía, pero algo consiguió que a la hora de dormir lo hiciera con una pequeña lágrima corriendo por mi mejilla.

GreenwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora