Will

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Desperté sobresaltada con esa sensación de sólo haber dormido diez minutos cuando pasas toda una noche dando vueltas entre las sábanas. Como ya mencioné, la madrugada anterior había estado oyendo voces desde el exterior a las que decidí no prestar mucha atención, pero no por ello significa que dejasen de molestarme. Tras vestirme con el primer conjunto que pillé y preparar la mochila para ir a clase, bajé las escaleras a toda prisa hasta la cocina, donde mis padres ya tenían listo el desayuno. Cogí un trozo de pan tostado, como acostumbraba hacer, y media taza de café con la esperanza de que me ayudara a compensar mis pocas horas de sueño.

—¿Nos os ha costado dormir? Yo he pasado una noche horrible. No sé en qué momento nuestros vecinos se volvieron tan ruidosos —dije mientras tomaba un largo sorbo de mi café.

—¿De verdad? Nosotros no oímos nada. ¿Seguro que no ha sido uno de tus malos sueños?—preguntó George extrañado.

Yo negué con la cabeza y ambos se miraron durante unos segundos para después encogerse de hombros con una coordinación casi perfecta. Solían mostrar esa compenetración muy a menudo, cosa que resultaba siniestra y a la vez adorable, pero cuando una convive con ellos durante tanto tiempo se acostumbra.

No tardé mucho en terminar de desayunar y de despedirme tan rápidamente como acostumbraba a hacerlo al tener tan poco tiempo para llegar al instituto andando. Cuando salí de casa no pude evitar dirigir mi mirada hacia el porche vecino, en el que se encontraba Elisabeth recogiendo el periódico y despidiendo con la mano a alguien que en ese momento ponía en marcha el motor del viejo Chevy gris que se encontraba estacionado justo frente a la casa. La mujer me miró, sonrió y repitió el leve gesto con la mano antes de volver a entrar en su casa. Durante el largo pero rápido camino hacia Eastside deduje que aquel coche pertenecía al hermano mayor de Liv, y mis sospechas se vieron afirmadas cuando al llegar lo encontré ya perfectamente estacionado en el parking público.

—¡Adivina qué! —exclamó Maddie mientras se acercaba a mí por mi espalda. Yo me detuve para que pudiera alcanzarme y poder así encaminarnos juntas hacia el interior del edificio. —Ayer a la salida Meredith, una de esas chicas populares, invitó a Sam. —me explicó.

—¡Vaya! ¡Empiezo a pensar que eres adivina!

—Lo soy. —rió. —El caso es que también le dijo que a su amigo Will no le importaría ir contigo.

—¿Will?—pregunté con el ceño ligeramente fruncido.

En  ese momento, agarró mi brazo con sutileza pero con la suficiente fuerza como para hacer que me detuviera y poder así señalar disimuladamente al mismo grupo que me había indicado el día anterior, en el que era difícil distinguir a un chico del otro puesto que todos llevaban las sudaderas del equipo de fútbol. Gracias a Dios, Maddie supo darse cuenta de eso y me guió mediante susurros. «Uno de los más altos. Moreno. Ojos claros, creo que verdes.» Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios cuando oí las indicaciones de mi amiga. No voy a decir que no me hubiera fijado en él el día anterior, porque... ¡Demonios! ¿Cómo no iba a hacerlo? ¿Quién en su sano juicio se negaría a que su atención se viera atraída por alguien así? Lo primero que me impresionó en él es que aparentaba mucha más edad que el resto de sus amigos. Quizás fuera por la media barba que lucía, o por su altura, o simplemente porque era mayor que nosotros. Maddie confirmó esto último cuando creyó conveniente informarme de que tenía diecinueve años, pero yo seguía pensando que aparentaba incluso más.

Bueno, el caso es que desde que Madison me dijo que un chico así estaba dispuesto a aceptar mi invitación, pasé toda la mañana pensando en ello, cosa que no me convenía. Por muy dispuesto que estuviera, yo tenía esa constante inseguridad de que nunca dejaría de ser la nueva y de que ni en un millón de años reuniría el valor para preguntarle, así que al recordar que al igual que yo, Sam estaría pensando en si aceptar la invitación de Meredith o no, decidí buscarle a la salida para intercambiar dilemas.

Meredith, ¿eh?—susurré junto a su oído tan pronto como pude acercarme a él cuando lo vi en el pasillo ordenando su taquilla.

—¡No vuelvas a hacer eso! ¿Maddie te lo ha contado? Pequeña cotilla...—rió dándose la vuelta rápidamente y cerró su taquilla al apoyar su espalda en ella. —No sé si voy a ir con ella, ya sabes, no quiero volver a verme en el centro de la espiral de populares.—dijo en tono burlón. —¿Y tú? ¿Has hablado con Will?

—¿Debería? Me estás diciendo que no quieres entrar en ese mundillo y a la vez intentas empujarme hacia él, vaya vaya.—fruncí los labios intentando no reír y le propiné un leve golpecillo en el hombro. Él no hizo más que sonreír durante unos segundos. Después, recobró la consciencia rápidamente y dio un par de pasos atrás haciendo amago de irse mientras susurraba «Siempre puedes hablar con él ahora». Cuando estaba a punto de preguntarle qué quería decir, ya se encontraba de camino a la puerta de salida, y yo ya me había dado cuenta al oír detrás de mí la última voz que quería oír en aquel momento. Aunque todo sea dicho, escuchar mi nombre salir de aquella boca fue como música para mis oídos.

—Blanda, ¿verdad? —preguntó justo cuando yo me di la vuelta y retrocedí un ligero paso al encontrármelo más cerca de lo que esperaba. Para mi sorpresa y a la vez mi tranquilidad, iba acompañado de dos amigos; uno de ellos era rubio, de ojos verdes y tez clara, todo lo contrario al tercer acompañante, de piel algo más oscura comparada con el pálido exagerados de sus dos amigos y pelo moreno y revuelto. Ni siquiera reparé en examinarles con más detenimiento, supongo porque estaba demasiado ocupada sintiéndome extremadamente intimidada por la firme mirada del chico que tenía enfrente, quien se había cambiado de ropa tras el partido de fútbol de aquella mañana y ahora llevaba unos vaqueros oscuros y una chaqueta de cuero. —Soy Will, por cierto.

—Claro, te conozco. Osea... no. Sí. Bueno, he oído hablar de ti.—dije cogiendo un mechón de mi pelo y colocándolo tras mi oreja.

—Imagino que no has pensado mucho en el baile. Tu amigo Sam me dijo que aún no habías invitado a nadie.

Yo le miré en silencio, intentando ocultar mi perplejidad ante lo directo que estaba siendo.

—Aún no conozco a apenas gente y no sé, la primera fiesta del año tampoco es una de mis prioridades... —me encogí de hombros y dejé escapar una leve risa. Él no tardó en cortarme.

—¿De verdad? Yo me ofrecería a acompañarte. Ya sabes, si quieres, eres tú la que invita.—dijo con delicadeza, pero a la vez sin perder su aire chulesco.

La seguridad con la que dijo aquello me hizo pensar en lo estúpida que parecería si titubeaba ante él. Recordé cómo en Zúrich no me costaba actuar con indiferencia, y cómo había visto a mis amigas hacerlo mil veces.

—Perfecto, iremos juntos entonces. —esbocé una amplia sonrisa y me incliné ligeramente hacia un lado para hacer un leve gesto con la mano hacia sus amigos en forma de despedida. —Te veré en clase. —fue lo último que dije antes de dar media vuelta y salir del edificio con aparente seguridad. Esperaba que Maddie estuviera esperándome en la entrada para contarle con pelos y señales lo que acababa de pasar, pero al atravesar la puerta recordé que ese mismo día me había dicho que debía irse antes para hacer el almuerzo en casa para su familia, así que no tardé en llamarle por teléfono. Estaba claro que en persona o no, debía contarle aquello a alguien y ella era la persona en la que más confiaba de Greenwood.

La tarde parecía no poder mejorar cuando llegué a mi casa y subí a mi habitación a ponerme cómoda. Al entrar, me encontré con una de las mejores escenas que mis ojos habían observado desde que llegué a aquel pueblo:

Tumbado en mi cama, de espaldas a mí, se encontraba Steve hojeando mi viejo cuaderno de bocetos. Puede parecer estúpido, pero aquella imagen parecía ser la única cosa que conservaba de Zúrich. Steve tenía esa manía de entrar en mi habitación siempre que tenía un rato libre para husmear entre mis dibujos, ya que siempre había sido el más firme admirador de mi trabajo. Verle así, como en los viejos tiempos, fue lo primero que me hizo sentir que quizás podría terminar considerando aquella casa como mi hogar.

Deseé que el tiempo pudiera detenerse. Que pudiera recordar aquella escena eternamente. Que el silencio casi sepulcral y el suave sonido de las hojas de papel rozando los dedos de mi padre pudiera grabarse en mi mente para siempre. Por desgracia nada es eterno, y el encanto de aquel momento se vio roto por la voz ronca de George anunciando desde la planta baja que la comida ya estaba lista. 

GreenwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora