Capítulo 11

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Un día decidí ir al colegio, a ver qué estaba pasando. Me encontré con una foto mía en el pasillo, justo al lado de La Virgen de Luján. Para ser un colegio estatal, había bastantes símbolos religiosos. La dirección era un santuario a Jesús, pero el hombre detrás del escritorio era todo menos un santo.

Es el ser más machista, misógino e imbécil que alguna vez me crucé, y tuve la suerte de chocar mi camino con su hijo en el pasado. Su cara de niño bonito me hizo creer que podía confiar en él, tampoco tanto. Tenía catorce años y la autoestima por el piso. Se aprovechó de su encanto y cuando quise darme cuenta, el chico lindo esparcía el rumor de que me regalé en la primera salida. Esa cita que Julián vigiló de lejos. Habíamos ido a comer un helado, nada más, pero en su relato hubo manos, labios y palabras poco morales.

Desde ese día me gané una mala reputación, y solo las personas que se tomaban el tiempo de conocerme podían decir que era una buena persona. Y si en todo caso lo había hecho, tampoco me convertía en una perra. En su historia era todo consensuado, pero yo era la que no me daba a respetar.

Volví a ese lugar que fue testigo de mis mejores y peores momentos, pero esta vez no estaba sola. Cruzada de brazos, en el medio del SUM, esperaba a que la gente apareciera. Era bastante temprano, seguramente el frío era de los peores en la temporada, porque las porteras y profesores estaban usando todos los abrigos de sus roperos. Por las ventanas se veía que era de día. Había una cámara que estaba apuntando al escenario.

—¿Qué hacemos acá?

Su voz me recordó por qué venía, y no sólo a ver las cenizas de mi antigua vida.

—¿Ves a esos dos? —señalé la puerta de preceptoría—. Son el director y el alumno prodigio. Padre e hijo... fueron los primeros en culparme por mi muerte.

Escuché cómo tragaba con pesadez, esto no se lo esperaba. La traje con la idea de mostrarle algo especial, e iba a hacerlo, a fin de cuentas.

—Pero ellos no se quedaron ahí, claro que no, no va con su naturaleza. Empezaron a acosar a Violeta, mi amiga, fueron comentarios sutiles, pero crueles, en los que la culpaban a ella por haber vuelto. No hay nada que me enoje más que eso.

La puerta principal se abrió e incontables personas empezaron a aparecer. Pronto el SUM parecía una marea de cabezas que se movían de aquí para allá. Un preceptor llamó la atención hablando por el micrófono, les pidió a todos que vayan a sus lugares, a los más "importantes" les entregaron unos asientos y pidió que aguardaran silencio. Como siempre, tardó más de diez minutos.

—¿Todo esto a qué viene? —preguntó.

—Disfruta el show.

Ese preceptor dio la bienvenida y anunció que una alumna de sexto año iba a decir unas palabras antes de que comenzara la presentación. Le cedió el micrófono a Violeta que subió al escenario y comenzó a leer un papel. Ser el centro de atención no eran de sus cosas favoritas.

—Hola... No hace falta que me presente, porque todos saben muy bien quién soy, aunque hoy no estoy acá por mí. Hace ciento siete días perdimos a un ser de luz que brilló hasta su último momento. Una persona que me cuidó de un resfriado y del peor final que podría existir: el que le tocó a ella. Una persona que merece ser recordada por todo lo bueno que ha hecho. Coralina Gómez, Cori para los amigos, fue lo mejor que pudo haber pasado en mi vida y le estaré agradecida siempre. Ella dio su cuerpo, su alma y su ser para luchar en contra de las injusticias, y principalmente para brindarle una mano a cada chica que no pudiese pararse sola. Una vez le pregunté por qué lo hacía y me respondió que era incapaz de permanecer en un lugar de privilegios sin hacer algo con eso. En un principio creí que era una excentricidad, y después me cambió la vida por completo.

Las Hermanas PerdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora