Capítulo 18

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Mar. Necesito a Mariel. Busco por todos los rincones del Árbol, está lleno de Hermanas en cada lado. Las más pequeñas juegan con sus muñecas, la que pidió conocerme el mismo día que llegó me invitó a unirme y jugar con ellas. No tengo cabeza para eso. Las masas se concentraban en la puerta de la sala donde se hacen las iniciaciones. Todas estaban con sus túnicas.

—Cariño, ¿pasa algo?

No pretendí siquiera asegurarme que fuera ella, volteé y la abracé. Mis ojos se llenaron de lágrimas que querían salir de mí como una lluvia torrencial. No podía hablar.

—Llegaron tres chicas, por eso el alboroto —era Micaela, que vestía su túnica y tenía una expresión de tristeza terrible—. ¿Y Jaqueline?

Apreté con más fuerza a Mar, quizá con miedo de que fuera la última vez. Rogaba a lo más preciado de la vida que todo este escándalo sea una simple exageración.

—Amor, me estás asustando.

—La dejé en la biblioteca. Tengo algo que decirte. Es urgente...

Y antes de poder explicar nada, Mar ya no estaba en mis brazos.

Era un lugar vacío y oscuro. Ni sabía cuán grande era la habitación, pero me sentía apretada y asfixiada. De la nada, una antorcha se encendió junto a mí. Por la poca luz que había, pude notar que estaba en una especie de túnel subterráneo que descendía. Me armé de valor, tomé la antorcha y seguí lo que parecía un camino.

Procuré que la llama no se apagara y caminé como unos quinientos metros escaleras abajo. No se oía nada, tampoco sabía si seguía siendo parte del Árbol o si todo es un invento de mi cabeza. Llegué al fondo de lo que parecía ser un pasillo luego de las escaleras y me encontré con una mesa alumbrada y sobre ella había un libro.

No sé qué clase de broma es esta, pero no me está gustando nada.

Claramente que lo abrí, no tenía título y en las primeras hojas no había nada, solo un color amarillento. Seguí hasta ver los primeros dibujos. La puerta con el Árbol tallado, el marco de El Observador, el origen de la naturaleza de todo el Árbol. Le continuaron unas palabras escritas a mano.

Han pasado cientos de años desde mi muerte. Era una madre común de la época, que tuvo que soportar a un marido bueno para nada al que no quería, y engendrar hijos. Lo que nadie se esperaba era la fuerza que mis niñas tendrían. Cuando la más pequeña tenía diez años y la más grande dieciséis, escapamos de nuestra casa. Nos habían culpado de brujería. Así comenzamos a pasar, pueblo por pueblo, rescatando a mujeres que, como nosotras, eran incriminadas injustamente. Todo comenzó con mis cuatro hijas, por eso nuestra organización se llamaba La Orden de las Hermanas Perdidas, y a mí me nombraron Madrona de la Orden, un nombre que, sin saber, se convertiría en algo más importante.

Huimos y luchamos contra la iglesia y la sociedad que estaba aferrada a creer que cualquier mujer con conocimientos no tenía el derecho de estar viva. Nos querían sumisas a un sistema que nos oprimía.

Desgraciadamente, con el tiempo nos llegó la hora a cada una de nosotras. Vi morir a mis hijas, y a las Hermanas que nos acompañaron en el camino. La última en pisar la hoguera fui yo. Mientras me ataban, rogaba que al morir pudiera ver a mis niñas ya convertidas en mujeres, al menos una vez más. Cuando el fuego comenzó a quemar mi cuerpo, una silueta cubierta con una túnica apareció frente a mí. De alguna manera supe que sólo yo era capaz de verlo. Me preguntó cuál era mi último deseo, y traté de ser egoísta, pero no pude serlo. Grité que quería acabar con las injusticias, y que la persona que se atreviera a arrebatarnos la paz, pagara por ello.

Las Hermanas PerdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora