Erin

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—Nos falta atravesar el valle y el pueblo que hay a pocos metros del reino.—dijo Cecie mientras señalaba cada punto en el mapa.

—Mañana llegaremos a Seirin.—sentenció Cristian.—El problema vendrá después: cuando tengamos que decidir que ruta seguir de camino a La Ciudad Perdida.

—¿Qué es eso tan grande que hay entre Seirin y La Ciudad Perdida?—se preguntó Jara curiosa.

—El Desierto Káshi.—continuó el moreno.—Deberíamos de buscar otra manera para cruzarlo que no sea a pie. Atravesarlo será duro.

—Tal vez deberíamos cruzarlo en barco.—sugerí.

—La marea que baña el océano del Oeste es brava. Sin duda será también complicado atravesarlo, pero bajo mi juicio es la mejor opción.

—No.—sentenció Jara rápidamente.—Ese océano está maldito. Se dice que en ese lugar el mar sisea y susurra a los marines hasta ahogarlos junto a sus barcos. A mi parecer, no es una opción.

Las palabras de Jara eran ciertas.

El agua que bañaba las costas del Oeste tenían una terrible fama. Apenas había barcos navegando por sus aguas por miedo a hundirse o a caer, en lo que se dice: en un oscuro encantamiento.

—¿Otra vez con lo mismo, Jara?— se enfrentó la rubia.—No son más que estúpidas leyendas que la gente crea.

—Sí, eso mismo dijiste la última vez que atravesamos el bosque, Cecie.

La rubia no continuó con la conversación.

Sabía que lo sucedido aquel día era algo que no podía explicar ni mucho menos contradecir. Es así como, tras un chasquido de lengua, decidió permanecer en silencio.

—¿En serio? ¿Me voy a por leña y esta es la mierda de la que habláis?—apareció de repente Duman.

No pude evitar sentirme avergonzada ante las palabras del castaño.

Hablar de leyendas en una situación tan crítica como lo era esta era un sinsentido, pero no podía evitar sentir curiosidad por su opinión.

—¿Cómo llegaremos a La Ciudad Perdida desde Seirin?—le pregunté.—El desierto es demasiado grande como para cruzarlo a pie, y no se recomienda atravesar el océano del Oeste.

—Espero que esta pregunta no vaya en serio.—respondió punzante.—Si sois tan idiotas como para creer en maldiciones y encantamientos, entonces lo mejor que puedo hacer es ahorcarme aquí mismo.

Nadie dijo nada. Zanjamos la conversación con aquella última frase para encender una pequeña hoguera y cocinar el resto del ciervo y la ardilla. Jara, por el contrario, continuó alimentándose del tarro de mermelada.

Mis pies, más concretamente los talones, comenzaban a doler de tener que andar desde la salida del sol, hasta su descenso. Mis dedos comenzaban a agrietarse y mis pómulos a enrojecerse al notar el frío que llegaba del Norte.

Coloqué mis manos sobre la hoguera, calentándome, y coloqué la capucha por encima de mi cabeza.

—¿Tienes frío?—me preguntó Cristian, a lo que yo solamente asentí.

—Se empieza a notar el clima que llega de las montañas.—dijo Jara mientras intentaba calentar sus manos.—Por cosas como estas extraño Argag.

Cristian hizo el gesto de quitarse la túnica dejándome extrañada, pero pasado un rato me miró para volver a acomodársela.

—¿Creíste que te la daría?—carcajeó, pero yo solamente rodé los ojos concentrándome en el calor que desprendía la hoguera.

ArcadiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora