De la mano

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El embarcadero estaba desbordado.

Mercaderes, pescaderos y comerciantes internacionales echaban el ancla con la esperanza de negociar y llevarse alguna que otra recompensa al bolsillo con el fin de alimentar a sus familias.

A simple vista, Elion era distinto de Argag, y no solamente por el puerto, que era indudablemente más grande y significante que el de nuestro reino, sino por el ambiente que se respiraba ahí.

Argag, al tratarse del reino más pequeño, era inevitable que la mayoría de los ciudadanos nos conociésemos los unos a los otros, ya que la vida social se había convertido en nuestra principal forma de vida.

Sin embargo, en Elion era lo contrario: un clima hostil y para nada apacible.

Me eché la capucha por encima de los hombros y bajé la mirada mientras poco a poco avanzábamos por el paseo marítimo. No me quedo otra opción más que seguir a Cristian, pues a diferencia de mí parecía saber bien donde se ubicaba y por donde debía de caminar.

Acabamos llegando a un pequeño callejón, que pronto dejó de ser tenebroso al salir y encontrarnos con una pequeña vivienda.

Cristian no dudó en golpear su puerta.

—¿Nos espera alguien?—pregunté.

—Sí,  mi novia.

Incrédula, me le quedé mirando fijamente sin saber como reaccionar, hasta que finalmente alguien respondió.

Una mujer adulta de cabello rizado y blanquecino nos invitó a entrar con una gran sonrisa dejando ver sus amarillentos dientes. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que Cristian, una vez más, se estaba riendo de mí.

—¡Cristian, qué sorpresa!— exclamó la anfitriona.


Ambos nos quitamos el abrigo y lo dejamos encima del sofá para a continuación admirar el pequeño hogar.

Un color caoba teñía la cocina y el pasillo resaltando con ello la pequeña chimenea que tenía en la sala de estar. Se sentía tan cálida y confortante, tan hogareña, que no podía evitar recordar mi reino.

—¿Qué necesitáis?— nos preguntó.—Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, Cris.

—Hace un par de días que nos fuimos de Argag. ¿Podrías hacernos un hueco en tu casa?— preguntó mi amigo.

—¡Por supuesto que si, hijo, faltaría más!

La señora, entusiasmada, se fue a la cocina para servirnos una taza de chocolate caliente, pues no quería perderse ni un solo detalle de como había sido nuestro trayecto hasta Elion.

—¿De qué la conoces?— pregunté una vez se marchó.

—Era amiga de mi madre.— respondió melancólico, porque, a pesar de que él no quería que se notase la manera en la que sentía la ausencia de su propia y única madre, yo si lo notaba.

Cristian no salía hablar de ella. Estaba convencida de que una parte de él quería con todas sus fuerzas olvidarse de ella.

Olvidarse de su olor, de su voz, de sus manos...

Olvidarse de sus recuerdos y del dolor que su propia ausencia le causaba.

Aunque, era precisamente aquello lo que hacía que al moreno se le rompiera el alma cada vez que la recordaba.

Tratar de dejar en el olvido aquello que amas es despiadado. Hace falto algo más que coraje para tomar una decisión tan cruel e inhumana.

Intentar olvidarte de sus propios recuerdos, es querer abandonarte a ti mismo. De alguna forma, somos pedacitos de otros, aunque todavía no nos hayamos dado cuenta.

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