Una noche dulce

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Cuánto más nos dirigíamos al Sur (más concretamente a la costa), más sofocante era el calor de la tarde. Sentía mi cabeza pesada y mi vista nublada. En ocasiones, me veía incluso obligada a pedirle agua a los soldados para refrescarme.

Fue alrededor de las siete cuando Duman encendió una pequeña hoguera aprovechando la caída del Sol. Cecie y Erin se sentaron juntas, y con la tímida excusa de la rubia de que sentía frío en la yema de sus dedos; Erin entrelazó sus manos.

La oscura piel de la pelirroja se hundía en la de Cecie proporcionándola una sensación mucho más cálida que el fuego. Se miraron con una fugaz sonrisa que duró toda una eternidad, y que probablemente duraría toda la noche. Era la primera vez que veía los blancos pómulos de Cecie tornarse rojos. La primera vez que la notaba sentirse nerviosa, y al mismo tiempo ansiosa porque algo más ocurriera estando con Erin.

Nunca la había visto mostrar interés por alguien que no fuésemos yo, Jara o su familia. Cecie, que había sido mi amiga desde hacía ya mucho tiempo, se había mostrado siempre como una persona racional y exigente consigo misma. Siempre debía de tener todo organizado y bajo control, pero ahí estaba Erin, desafiándola: rompiendo sus esquemas y poniendo su mundo interior patas arriba.

Apenas alcanzaba a escuchar su conversación, pero hubo un momento en el que ambas se quedaron calladas frente al fuego (que comenzaba a avivarse por momentos). A pesar de no haber entre ellas ninguna interacción (salvo la que hacían sus miradas), estaba convencida de que la mente de mi amiga se llenaba de gritos incesantes que iban a parar en lo más profundo de su ser.

Verdaderamente, nunca había visto a Cecie así de enamorada: con esa emoción e ilusión que hacían a cualquiera esbozar una pequeña sonrisa.


Ambas se alejaron unos metros más adelante con la excusa de hacer la guardia juntas. Me dejaron a solas con la hoguera, que conseguía atenuar el frío provocado por las altas temperaturas que la noche alcanzaba.

Jara ya se había acostado, al igual que Cristian y el resto de los soldados. Lo único que se escuchaba en ese momento era el siseo del viento, que iba acompañado de la luz de las estrellas.

Aquellas pequeñas motas, a pesar de encontrarse a una distancia escandalosamente lejana; se sentían cercanas. Era como caminar sobre el océano, y aun así no ahogarse.

Consistía en navegar sobre el cosmos y a seguir su luz sin descanso, que brillaba como si del mismísimo Sol se tratase.

Las enormes formaciones blancas se expandían sobre el cielo conformando la nebulosa; atrapándote y haciendo del viaje uno más hipnótico.

Me envolvía y me arropaba bajo su gran manto azul provocando en mí, emociones, a las que ni las palabras alcanzaban para describir. Con aquella mirada, lo único que deseaban mis ojos era grabarlo en mi memoria hasta el fin de mis días, y atesorarlo hasta el último amanecer que viesen.

Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de esta manera, que no me paraba a descansar y a hacer el ejercicio de reparar en lo demás.

Había renunciado a lo que era por lo que esperaba ser, y me había perdido por el camino.

Yo, que buscaba la muerte en la vida, y la identidad en la desesperación: había perdido el norte y había olvidado mi origen y mis raíces.

Y que sensación más desagradable el sentirte mal y no conocer el por qué. El no entenderte ni a ti misma.

El dejar que la tristeza de inunde hasta un punto, que para mí era inimaginable.

Y lo peor de todo era que comenzaba a acostumbrarme a este sentimiento tan desgarrador que me hacía sentir tan indiferente.


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