Un juego macabro

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El cansancio comenzaba a hacer mella en las dos amigas. Los barrotes tendían a oxidarse con el paso de los días y el espacio de la celda se sentía cada vez más estrecho. Además, sus piernas se habían vuelto más rígidas e inflexibles, y sus ojeras estaban ligeramente pronunciadas por la falta de sueño.

No discernían el día de la noche. Llevaban un mes y medio sin ver la luz del sol, sin escuchar el silbido del viento y sin oler un pan recién horneado. El único disfrute que tenían, además de su propia compañía, era la refrescante agua con la que se acicalaban siempre que les brindaban la oportunidad de hacerlo.

Los días se pasaban rápidos porque la mayor parte del tiempo dormitaban, fantaseaban o se entretenían entre ellas con anécdotas y recuerdos. Aquella era su única fuente de entretenimiento, y su forma de mantener la esperanza en que volverían a los días de antaño junto a Tresa y a su familia. Lo que no se esperaban, es que aquel día iba a ser uno memorable y más corto de lo normal, aunque no hacia la dirección que a ellas les gustaría.

Fue cerca de la hora de comer cuando ambas escucharon fuertes pisadas que bajaban atropelladamente las escaleras. Se incorporaron atentas y posaron sus miradas al frente sin esperarse, que era Beth, la criada de Tresa y la persona que había acompañado a su amiga cuando su madre, el gobernador o sus dos amigas no podían hacerlo; quien acudía a su encuentro.

—¡Dios mío, Beth! ¿Qué haces aquí?

Estaba prácticamente igual a cuando la conocieron: su flequillo, su corta melena que apenas le llegaba por los hombros y ese lunar tan característico que tenía en la punta de su nariz.

—Me enteré tarde de que el gobernador os había encarcelado, por eso no pude venir antes. ¡Ese sinvergüenza me lo había ocultado!

Se bajó la capucha y se arrimó a las dos celdas para tenderlas de la mano, sostenerlas fuerte y animarlas.

—Es un monstruo.—susurró—Un monstruo capaz de vender a su propia hija con tal de obedecer a Acras.

—El día de La Ciudad Perdida vi la maldad en sus ojos, Beth.—continuó Jara—No parecía estar afligido por su pérdida, y si lo estaba era porque no podía deshacerse de la profecía. ¡Está corrompido por el poder!

Pero Cecie no parecía estar de acuerdo con sus palabras:

—A mí me pareció verle preocupado.

Jara la miró desconcertada.

Cecie siempre había destacado por su racionalidad a la hora de hablar. Ella tenía la palabra adecuada para cualquier escenario que se presentase. Es por eso, que cuando sus ojos se miraron no pudo evitar pensar que su amiga se había vuelto un poco más torpe de lo normal, o bien porque el dolor de su abdomen había anulado su capacidad crítica, o bien porque la condena se le estaba volviendo una auténtica tortura.

De cualquier forma, Jara lo tenía claro: ella no estaba en su mejor momento.

—Debes de haberte vuelto loca, Cecie.—le echó en cara, pero no alcanzó a hablar más cuando Beth le entregó un mapa.

Un simple vistazo había sido suficiente para que la rubia comprendiese que se trataba de un plano del palacio. Perpleja, levantó su mentón:

—¿Por qué nos entregas esto, Beth? ¿Para qué escapemos?

La mirada de la criada se mantuvo fija en ellas, lo que afirmaba su pregunta, pero ella apenas tenía tiempo de continuar hablando, pues había otro dato que quería comentarles, y quería hacerlo cuanto antes.

—El gobernador de Seirin está aquí, en Argag.

Cecie y Jara callaron al instante. Reinó un silencio sepulcral que ninguna supo cómo cortar. Se imaginaban el motivo de su visita, y el semblante preocupado de Beth lo confirmaba. Cecie creía que era cuestión de tiempo que quisieran interrogarlas. Desvió su mirada hacia Jara, que la miraba inquieta.

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