Susurros enjaulados

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—Ha llegado a mis oídos, que anoche torturasteis a las prisioneras.

El gobernador de Argag no acostumbraba a escuchar la voz de Acras ni mucho menos a estar frente a él. Temía incluso de pensar la más oscura fantasía por miedo a que él se adentrase en su subconsciente.

—Así es, Mi Señor.—encorvó su cabeza—Pero no dijeron nada. Desconocen su paradero.

—¿Ambas?

Tragó saliva, y conteniendo su respiración para que él no descubriese su nerviosismo, levantó su mirada.

—¿Mi Señor?

—Te estoy preguntando si ambas fueron torturadas.

Un fulgor apareció en los ojos del gobernador, y a pesar de que aquella noche la luz de las estrellas fuese lo suficientemente nítida, como para alumbrar la cúspide de la torre sobre la que se encontraban, lo cierto es que aquel resplandor era fruto del miedo.

Su mente quedó en blanco y sus dedos dejaron de palparse entre ellos, inquietos, ante su hosca actitud.

—Así es.

Aquella mentira le acongojaría, probablemente hasta el fin de sus días. Cecie no había sido torturada, a pesar de que para ella si lo hubiese sido escuchar los alaridos de su amiga. El gobernador del Sur había negociado con el del Norte que ella no sufriría físicamente, ya que la herida de su abdomen era lo suficientemente grave como para recibir otro castigo más.

Acras hizo silencio para a continuación asomarse a contemplar el bosque encantado.

—Aquí fue donde fui derrotado.

Sintió la furia en su voz. Sus hombros estaban tensos y sus manos sujetaban con irritabilidad su tridente.

El gobernador se irguió y decidido le siguió la conversación:

—Mi Señor, ¿en La Niebla no descubrió nada de valor? ¿Una pista con la que poder deshacerse de la profecía?

Él le miró de reojo. Sus ojos, rojos como la sangre, le cortaron la respiración, obligándole a contenerla durante unos largos segundos. Tuvo la impresión de que aquella cuestión traspasaba la curiosidad, que iba más allá de la simple preocupación y del deseo de querer asistirle. Las palabras que su boca pronunció a continuación no fueron las deseadas, pero sí las necesarias para infundir temor.

—La Niebla. Cuántos años habré pasado ahí...—siseó—Enjaulado y sin poder salir. El futuro que veía era borroso, pero pude discernir dos posibles vías.

Comenzó a caminar rodeando al soberano, erizándole la piel y produciéndole leves escalofríos tras su nuca, que se encontraba tibia por la temperatura de la noche.

—Ella matándome a mí, o yo matándola a ella.—de repente, apuntó con su arma al cuello del soberano. —Más te vale no ocultarla de mí. Creo, que no tengo que decirte lo que te pasará si lo haces. Ella es la más importante de los cuatro, porque es la heredera de Arcadia por sangre legítima, o sea: tuya.

Tragó saliva y notó como su nuez rozaba el tridente. Había cerrado sus párpados, con fuerza, esperando a que él retirara el arma.

—Mi Señor...—titubeó—Nada más tenga noticias suyas, le avisaré. Estoy haciendo todo lo posible, pero alomejor en La Niebla descubrió alguna pista. Eso me sería de gran ayuda.

Acras dejó de amenazarlo.

—La Niebla es caprichosa. Se trata de un mundo paralelo y desolado que, si logras controlarlo, podrás ser capaz de observar lo que ocurre al otro lado. No cede respuestas a su antojo, pero guardé algo de gran valor ahí.—encogió su puño, y con voz malévola, le salió casi una carcajada—Algo, que me hará invencible.

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