-Introducción-

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—¡No, tú no puedes irte! —gritó, furioso—

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—¡No, tú no puedes irte! —gritó, furioso—. Yo no te voy a perder de nuevo. Tienes que ser mía, ¡sólo mía!

—Nunca he sido tuya, y nunca lo seré. ¡Adiós, cariño!

Vanessa se aproximó a la puerta, pero él llegó antes, para cerrarla de un solo golpe; la acorraló contra dicha puerta y le volvió a gritar:

—¡Ya te dije que tú no te vas de aquí! No voy a dejar que te vayas, para revolcarte con Juan Manuel o cualquier otro tipo. Antes soy capaz de cualquier cosa: te amo, no puedo vivir sin ti, y si no eres mía jamás lo serás de nadie. ¡De nadie!

Enseguida, con ambas manos, sujetó con fuerza el cuello de Vanessa, con una mezcla de locura y dolor; estaba dispuesto a acabar con su malsana obsesión de la única manera que podía: matando a la mujer que echó a perder su vida y la de su mejor amiga. Aquella trataba de soltarse, sintiendo que se le iba la respiración, hasta que con una mano logró sacar unas tijeras de manicure de su bolsa y con ellas hirió la mano de su agresor. Este se quejó, y ella aprovechó para empujarlo. Sofocada y asustada, exclamó:

—¡Maldito infeliz, enfermo!

Acto seguido, salió corriendo de la oficina; él quiso seguirla, pero sabía que no tenía caso. Cerró la puerta, se recargó y continuó llorando su amarga pena, con el corazón destrozado.

Judith ayudó a Vanessa a hacer sus maletas, desocuparon el departamento, y una tarde se encontraban fuera de él, esperando a los empleados de la agencia, para entregarles sus llaves. Luego, llegó un taxi, que la primera había llamado, donde la otra subió sus cosas. Se acercó a Judith, quien traía cargando a la bebé en brazos, a la que cuidaba que no le diera el sol y la protegía del aire frio, y con cierto dejo de melancolía le expresó:

—Bueno... creo que aquí es la despedida. Yo ya tengo lo que quiero y tú también. Las dos, felices y contentas.

Judith la contemplaba, sin saber cómo reaccionar; Vanessa sonrió levemente, tocó la carita de su hija, con cariño, y continuó:

»Ahora mi hija es tuya; sé que no debo repetirte que la cuides, que la quieras y que le des un hogar. Después de todo, va a estar mejor contigo que conmigo; a mí solo me estorbaría, en cambio, tú piensas de otra forma. Ojalá y logres salvar tu matrimonio, y yo... seguiré siendo quien soy, dándome la vida que me merezco, y si Juan Manuel se porta bien, algo podrá tocarle. No volverás a saber nunca de mí, Judith. Adiós, y mis mejores deseos para tu hija.

Dicho esto, subió al auto, y se fue para siempre. Al menos eso prometió. En ese instante, Judith sintió amontonados un mundo de recuerdos del pasado, y no pudo evitar ponerse a llorar, invadida por la nostalgia, pensando que allí, en ese taxi, se iba la niña con la que compartió tantos momentos de felicidad en su adolescencia. Quien le hizo regalos y la apoyó cuando más la necesitaba. Quien, paradójicamente, volvió su vida en un cielo y un infierno.

Era de noche; el joven señor arreglaba en su computadora asuntos pendientes, sentado en la sala de su casa, cuando, sin darse cuenta, ella llegó, con varias cobijas en brazos, sosteniendo a una pequeña niña. Gerardo se giró; era Judith, quien por fin había vuelto, con la hija de Vanessa. Al instante, se puso de pie, y se aproximó a ella, feliz:

—¡Mujer, qué sorpresa! ¿Por qué no me dijiste que llegabas hoy?

—Porque quería que me recibieras justo como lo estás haciendo —contestó, también sonriente.

—¡Pero no te quedes ahí! Siéntate.

Entonces, ayudó a Judith a que se acomodara en la sala. Se sentó junto a ella, miró lo que llevaba en sus brazos, y emocionado expresó:

—No me digas que debajo de esas cobijas está...

—Sí, Gerardo; aquí está nuestra hija.

Enseguida, él la descubrió y la contempló. Sus ojos brillaron con una intensidad impresionante. Había quedado prendado del encanto de aquella pequeña, que, sin él saberlo, estaba ligada a su gran obsesión. Le pidió a su esposa que lo dejara cargar a la bebé un momento. Empezó a hablarle, cariñoso, mientras le sonreía. Ella nunca lo había visto antes tan feliz. Ni siquiera el día que le había dicho que estaba embarazada.

—¡Mira, qué hermosa es! —exclamó Gerardo—. ¡Hola!, yo soy papi... No cabe duda. Esta niña heredó la belleza de la madre.

Al momento de escuchar esto, Judith se puso un poco nerviosa. Creyó que con ese comentario él estaba sospechando. Pero se dio cuenta que no había forma alguna de que sucediera, por lo que, si lo había dicho, tenía que estar refiriéndose a ella. Entonces le respondió:

—Pero tiene la sonrisa de su padre, que es lo más importante.

Gerardo se levantó, feliz, y siguió hablando con la niña:

—¡Mira, mi amor! Esta es tu nueva casa. ¿Quieres conocerla? ¡Sí, si quieres! Vamos.El nuevo papá paseó por toda la casa con la bebé, seguido por su pareja. El empresario siguió mimándola, cosa que a ella le agradaba, aunque llegaría el momento en el que tanto afecto comenzara a incomodarla.

El matrimonio Peralta se acomodó para dormir; Judith estaba abrazando a su pareja, mientras la niña lloraba con gran intensidad:

—¿Ahora qué diablos quieres? —gritó la esposa—. ¡Déjanos dormir!

—¡Cálmate! Los niños son así, lloran por todo. Voy a verla.

Entonces, Gerardo se levantó de la cama, se colocó las pantuflas y corrió a la recámara de la niña, donde se dedicó a sonreírle y a consolarla, mientras su esposa observaba por el marco de la puerta, totalmente molesta y frustrada. Y este escenario se repitió todas las noches, en las cuales la señora Peralta apenas y podía dormir, dándose cuenta que, realmente, ser madre no era tan fácil como parecía. Y menos cuando se trataba de la hija de otra mujer.

Pasaron algunos meses, en los cuáles la pequeña fue creciendo un poco más. Judith y Gerardo se encontraban charlando, sentados sobre la cama de su recámara, mientras la empleada llevaba a la bebé a tomar aire fresco al jardín:

—¡Qué rápido pasa el tiempo! —comentó él—. Apenas hace unos meses que mi chiquita llegó a invadir de alegría esta casa.

—Sí, mi amor; parece mentira que los momentos que tanto nos agradan se vayan tan pronto.

—Es cierto; a propósito, me parece que, ahora que somos tres, va a ser necesario contratar más personal, para que nos atiendan como es debido. Aparte, creo que ya llegó la hora de bautizar a la nena, pensar en un nombre para ella.

—Tienes razón; aunque yo ya decidí cómo quiero que se llame: indiscutiblemente, su nombre debe ser «Alma», porque esta niña es el alma de nuestro matrimonio —opinó, feliz.

»Pero si tú tienes otro nombre en mente, me imagino que debe ser el ideal. Dime, Gerardo, ¿A ti cómo te gustaría que se llamara?

—Yo digo que la niña debe llamarse «Vanessa». Vanessa Peralta Espinoza.

En ese instante, Judith se levantó de la cama, alejándose unos pasos hacia atrás, y llena de sorpresa e indignación, espetó:

—¡¿Qué has dicho?!

«Ganar o perder» - María Conchita Alonso

Las Migajas de tu Amor Vol III: la parte final.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora