Renard sabía que Evangeline le ocultaba algo desde hacía tiempo. Podía verlo en su cansancio general, en sus pronunciadas ojeras y en sus noches en vela, cuando se creía a salvo de la mirada indiscreta del francés. También podía percibir que Bran le ocultaba cosas. Jamás le había visto desnudo y siempre procuraba bañarse por la tarde en la palangana de Evangeline, ocultando así su cuerpo. Parecía no preocuparle el coger una pulmonía, pero Renard se decía que, si podía soportar el frío británico, el frío de París no le iba a suponer ninguna diferencia. Aun así, al guitarrista le preocupaba tanto secretismo.
No obstante, él era el menos indicado para hablar de secretos ajenos, cuando guardaba la pistola, que le había tomado a Evangeline sin su permiso, bajo su lado de la cama. Le había prometido que olvidaría aquella arma, pero no había sido tan simple. ¿Qué podía hacer él, salvo permanecer callado y hacer como que no se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor? Sabía que, aunque le preguntara a Evangeline por aquel desmayo junto a la caravana, ella negaría que estaba mal y trataría de no preocuparlo. Bran también evitaría relatarle cualquier vivencia relacionada con su familia y con su trabajo y él mismo tampoco diría nada acerca de su despido del puesto de trabajo en el taller de bicicletas.
Su jefe había decidido echarle por faltar al trabajo de forma sistemática. El motivo de Renard no era la procrastinación ni la vaguería, sino el compromiso que tenía consigo mismo acerca de ser siempre fiel a su sueño. Cuando se vio libre, se dedicó a pedir limosna por las calles de París, tocando su guitarra de sol a sol. Contactó con sus antiguos compañeros del Quintette du Hot Club y, algunos de ellos, le ofrecieron tocar en actuaciones temporales, efímeras. A veces, eran actuaciones que duraban solo una hora. Sin embargo, le valía, se conformaba mientras pagaran. A veces, los organizadores no querían darle el dinero, montaba en cólera y se marchaba. Otras, tenía más suerte e incluso le pedían repetir la actuación, además de pagarle bien. Eso, unido a la limosna de la calle, le permitía mantener la mentira de que aún seguía en su puesto de ayudante y no levantar ninguna sospecha. Era mejor de esa manera porque, si no tocaba, se volvía loco. Y, aunque le dolía mentir a sus seres queridos, no podía evitarlo. Llevaba mintiendo desde pequeño y se había acostumbrado a su red de engaños, como su padre se había acostumbrado a su propia red de maldades y embustes. Cuando pensaba en esa similitud con su progenitor, se volvía furioso para acabar entristeciéndose más.
¿Es que nunca podría liberarse de la maldición que acarreaba su sangre?
No podía ignorar a la música durante mucho tiempo y eso le sacaba de quicio a todo el mundo, aunque no lo dijeran de forma abierta. Tampoco podía explicar de dónde le venía su obsesión por sabotear todos sus anteriores trabajos decentes en pos de un sueño que ni siquiera él tenía claro, pero que era lo único que le hacía feliz. Porque ella, la persona que le había enseñado los primeros acordes en la guitarra, le había transmitido su felicidad.
Ella, que estaba oculta bajo una apariencia que no le correspondía. Ella y su encanto brujo cuando rasgaba la cuerda de la guitarra que le había regalado a él, su primer y verdadero admirador.
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La Romance de París
RomanceBran Ashdown, un joven violinista británico, hermano del compositor del siglo, empieza con mal pie su relación con el carismático, a la par que caótico Renard Valmy: un parisino guitarrista bohemio, cuyos traumas del pasado le condicionan a tomar m...