Capítulo Veintisiete

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1947

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1947

Hizo una pausa y dio un largo sorbo a su café caliente, que no lograba reconfortarlo. Aún tenía aquel húmedo frío parisino metido en el cuerpo. El británico había dejado de ser cauteloso y, a medida que avanzaba en su relato frente al cura, decidió referirse a Renard en masculino y revelarle cuál era su verdadera naturaleza. Sin embargo, el hombre, lejos de observarlo con una mirada recriminatoria, se había reclinado sobre una austera butaca con respaldo de madera negro y lo contemplaba con las manos entrelazadas sobre su regazo, sereno, comprensivo. Solo cuando su invitado se detuvo para beberse su humeante bebida, decidió intervenir inclinándose hacia delante, posando los codos sobre su escritorio a juego con la silla.

—Entonces a usted...

—Sí, me gustan los hombres —dijo Bran incorporándose de pronto con la intención de dirigirse hacia la puerta—. Sé dónde está la salida.

—No diga tonterías y vuelva a sentarse, por favor —dijo el padre Pierre levantándose y acercándose hasta su invitado para dirigirle de nuevo a su asiento con gestos amables—. En esta casa todo el mundo es bienvenido, no tiene que marcharse a ninguna parte. Nadie de la familia del Señor jamás va a echarlo a la calle por lo que su corazón ama.

—No es lo que yo tenía entendido —replicó Bran arqueando una ceja y volviéndose a acomodar en la silla acolchada, mucho más cómoda que la de su anfitrión—. Creo que se ha confundido de profesión, entonces. Su ralea tiene fama de perseguir al diferente.

Pierre esbozó una leve sonrisa ante la mordaz respuesta.

—Bueno, quizás es que también puede haber diferentes entre los nuestros, ¿no le parece?

—Seguramente, pero hasta ahora no había visto a ninguno, así que permítame que suene un poco escéptico.

—Usted llama diferentes a quienes hacemos que la Iglesia sea la institución que fue en un inicio: un sitio de reunión y de refugio para todo aquel que quiera entrar. No somos más que aquellos que seguimos el dogma de la paz y el amor que nos dicta Nuestro Señor...

—Padre, por favor —dijo Bran levantando la mano intentando detener aquel discurso que hacía que los oídos del violinista le dolieran—. Solo quiero que me escuche. Usted me ha invitado a entrar y mi relato es lo único que le puedo ofrecer como compensación por las molestias. Ahórrese la retahíla eclesiástica.

—Por supuesto, Monsieur Ashdown, perdóneme —dijo Pierre sacudiendo el pelo cano de su cabeza, negando—. De hecho, si quiere descansar...

—No puedo, tengo que continuar.

—¿Está seguro? Puede dormir en mi camastro. Veo la necesidad de descanso en su rostro —dijo Pierre suspirando y volviendo a retreparse en su incómodo asiento—. Aunque quisiera escuchar cómo sigue. ¿Entonces eran ustedes pareja?

La Romance de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora