Capítulo Veintinueve

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1940

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1940

Lo único que podía ver a través de las baldas de madera que componían la pared del vagón, eran las montañas de una cordillera cuyo nombre no conocía. Nadie de los que le acompañaba, hacinados todos en aquel pequeño vagón de carga, conocía su próximo destino, de modo que también era inútil preguntar. Lo que se le ocurrió hacer para matar el tiempo y no pensar de forma reiterada en que sus piernas se le dormían y apenas podían sostenerle, fue recordar cómo atravesó los Pirineos desde Huesca hasta Francia, cuando no era más que un adolescente asustadizo y esquivo.

Tras atravesar toda Cataluña huyendo de una potencial represalia por parte del furibundo padre de Merche, a bordo de todos los transportes posibles y siempre de polizón, llegó a Bielsa y allí, tras atravesar el puente de piedra e internarse en el pueblo de casas con tejados relucientes y picudos como sombreros de bruja, se llevó prestada a una robusta jaca, rebuscó por todas las casas que encontró abiertas y sustrajo prendas de ropa hechas a base de pieles y lana que estaban tendidas secándose al sol, además de comida y una bota de vino, para que le calentaran en su viaje. La necesidad le había hecho espabilar con gran rapidez y no se detenía para llorar cuando alguien descubría que había robado. Eran ellos o él y no tenía que darle explicaciones a nadie acerca de por qué hacía lo que hacía y no tenía ningún tipo de escrúpulo. Ya había aguantado bastantes palos.

Con la burra, ascendió por el Puerto de Bielsa atravesando áridos circos glaciares y gélidos ibones de agua cristalina en los que se detenía para que bebiera su montura y él mismo, contemplando la inmensidad de aquel páramo del color de la pizarra y el carbón. No supo hasta más tarde que el camino que había tomado era uno de los más difíciles para pasar a Francia, pero en ese momento no tenía un mapa a mano y no sabía lo que hacía; solo sabía que debía seguir hacia delante y que encontraría su casa, donde todo el mundo hablaría el idioma que hacía tanto tiempo que no escuchaba y que le sonaba ya lejano.

—¿No tendrás un cigarro y una cerilla? —dijo alguien cerca de él a quien no pudo ver por la oscuridad del vagón, pero que intuyó que se trataba de un hombre francés por el tono. El recuerdo de Bielsa se disipó al instante y solo quedó ante él la vista tras la rendija de las montañas lejanas y desconocidas.

—No, lo siento —dijo el guitarrista, lacónico.

—¿Renard? —insistió el hombre, sorprendido de conocer a alguien entre tantos desgraciados.

El francés frunció el ceño. Le sonaba la voz, pero no lograba ubicarla hasta que...

—¿Remy? ¡Oh, Dios mío! —exclamó el otro y ambos hombres se abrazaron. Renard sintió la humedad salada de las lágrimas de su compañero de caravana empaparle el sombrero de fieltro—. ¡Qué alegría! ¡No sabes qué feliz...! ¡Nunca sabrás lo feliz que me hace verte aquí!

—¿Pero qué haces tú aquí?

Renard no contestó al momento y el otro supo que había tocado algo de lo que no quería hablar.

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