((Hola. Lo que leerás es un adelanto del próximo -y quizás último- cuento. Decidí no agregar el título del cuento, para no adelantar más de lo necesario.))
Era una noche tranquila como tantas otras. La brisa corría suavemente por el campo, peinando suavemente las espigas de trigo ya maduras para la cosecha. En lo alto, el cielo abierto exhibía su manto estrellado, una infinidad de perlas que destacaban con mayor fuerza por la ausencia de la luna. Mientras que a ras de suelo, un coro de grillos elevaban su himno indescifrable, no queriendo ser olvidados dentro del paisaje rural. Mas nada de esto le importaba a Don Víctor. Ahí, sentado tras el volante de un auto que no era suyo, trataba de calmar en algo su respiración. Es que un infarto ahora sería sólo un chiste de mal gusto para rematar su semana. Pensó en el mar de su tierra natal y en el vaivén de sus olas, mismo vaivén que contemplaba por horas para ignorar las borracheras de su viudo padre, y así, poquito a poco, con cada inhalación y exhalación, fue calmándose hasta que volvió a sentir el alma dentro del cuerpo.
Se secó la cara con la manga de su abrigo y enderezó la espalda. Si bien la gran mayoría de las cosas en su vida ahora estaban fuera de su control, por lo menos sería dueño y señor de estos segundos en la soledad del campo. Analizó la situación. Tenía el cadáver del embajador en el maletero y ahora tenía que deshacerse de él, luego borrar los rastros y esconderse por un buen tiempo, quizás para siempre. Tanto la policía como los carteles no sabían qué había pasado aún, pero ya estarán buscando al culpable y aunque no habían sospechas de él, un paso en falso lo convertiría en otro cuerpo dentro de un maletero, de eso estaba seguro.
Descendió del vehículo con sumo cuidado, aunque estaba seguro de que no había otro ser humano en cientos de metros a la redonda, no quería arriesgarse. Abrió la puerta trasera del automóvil, donde alguna vez viajó cómodamente una persona sentada, hoy albergaba solo una gran mancha de sangre a medio secar. Don Víctor estiró sus brazos y retiró un bolso negro, el mismo que horas antes subió al auto con dificultad, ahora le hacía sentir que sus brazos saldrían arrancados de su cuerpo. Dejó el bolso en la tierra y, cual médico en su primera cirugía, movió lentamente su mano jalando la cremallera. Dentro habían unas sogas, cal y una pala. Ya sabía lo que tenía qué hacer.
Alejado del vehículo comenzó a cavar, por cada movimiento de la pala en su mente creaba un escenario nuevo, a veces todo salía bien y nunca sería encontrado, otras veces no terminaba de volver al auto cuando un sicario caía sobre él, incluso pensó en terminar el mismo con su suplicio; pero cuando estaba por sopesar esa idea vio el agujero en el suelo y quedó conforme con su trabajo. No tenía tiempo que perder y volvió al vehículo.
Dicen que el estómago tiene tanta importancia en las emociones como el cerebro, don Víctor podía dar fe de aquello. Sus entrañas se estremecieron de alegría cuando nació su primer hijo, se retorcieron de dolor cuando enviudó, y ahora con una mano temblorosa sobre el maletero, sus entrañas se contraían de miedo.
Su dedo presionó el seguro del maletero, fue casi tan difícil como cuando jaló del gatillo hace unas horas atrás. No levantó la puerta del baúl, todavía tenía la vaga ilusión de que una voz le hiciese despertar de este horrible sueño o que se encendiesen unas luces y un presentador de televisión le dijese que todo era una broma; pero el tormento, al igual que esa noche sin luna, seguiría.
Las lágrimas comenzaron a correr profusamente por su rostro y sintió como sus rodillas perdían un poco de rigidez, alguien externo pensaría que lo hacía por el occiso y en cómo el destino llevó a la muerte a un inocente fuera de todo plan. Nada más alejado de la realidad. El embajador fue una víctima pasada, don Víctor lloraba por él mismo, la víctima futura. Lloraba por su miseria humana, por sus futuras noches sin descanso, por saber que estaba jugando una partida de ajedrez en donde podía ver cómo gastaba sus últimos movimientos sabiendo que la funesta derrota era inevitable.
Levantó la puerta del maletero sin querer ver lo que había en él, pero sólo encontró oscuridad, la luz interior del auto no encendió y la ausencia de luna ocultaba el cuerpo del embajador. Don Víctor sujetó su linterna y apuntó al vehículo, su pulgar bailaba dubitativo sobre el interruptor. Accionó el botón y el haz de luz reveló el horror. La orina comenzó a correr por sus piernas liberando un tenue vaho que se perdía en la negrura de la noche. Su corazón latía como nunca antes lo había hecho, si éste era el momento de tener un infarto, lo recibiría con gusto.
Frente a él el maletero estaba vacío.
((Si tengo otro adelanto lo publicaré por acá. Cuídense y recuerden tomar agua)).
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Cuentos Cortos de Mediatarde
Proză scurtăCompilado de cuentos cortos que prefiero que estén acá que dispersos en Facebook