Epílogo

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La alegría de los habitantes de Stormhold y de todos sus dominios se elevó hasta niveles nunca antes alcanzados cuando Margaret Grace anunció que, durante el tiempo que había estado ausente, había dado a luz un hijo, el cual ante la desaparición y presunta muerte de sus hermanos era el legítimo heredero del trono. De hecho, ya llevaba el Poder de Stormhold colgado del cuello.

El heredero y su reciente esposo llegarían pronto, no podía concretar con mayor precisión la fecha de su llegada, cosa que al parecer le molestaba.

Mientras tanto, en ausencia de la pareja real, ella gobernó Stormhold como regente. Cosa que hizo muy bien, y sus dominios prosperaron y florecieron bajo su gobierno.

Pasaron tres años más antes de que dos viajeros, sucios de polvo del camino, llegaran, sedientos y con los pies doloridos, a la ciudad, donde tomaron habitación en una posada y pidieron agua caliente y una bañera de hojalata.

La última noche de su estancia, el hombre más alto y aterrador que cojeaba ligeramente, le preguntó a su esposo, abrazándolo por la espalda y dejando un beso en su nuca.

— ¿Y bien, Rojo?

— Bueno — añadió él — creo que mi madre está realizando una labor excelente como gobernante.

— Lo mismo que tú harías si subieses al trono — le dijo la estrella, sarcásticamente.

— Quizá — reconoció él — pero hay tantos sitios que todavía no hemos visitado, tanta gente que todavía no hemos ayudado, por no mencionar los villanos que faltan por derrotar y todo eso. Ya sabes.

— Bueno — dijo el otro — al menos no nos aburriremos. Pero más vale que dejemos una nota a tu madre.

Lady Margaret de Stormhold recibió una hoja de papel de manos de un mozo de posada y después de interrogar a fondo al pobre hombre sobre los viajeros, rompió el sello y leyó la carta.

"Hemos sido inevitablemente retenidos por el mundo. Cuenta con volver a vernos cuando nos veas."

Venía firmada por Matthew, y junto a su firma figuraba la huella de un dedo, que relucía y destellaba y brillaba cuando las sombras la tocaban, como si hubiese sido espolvoreada con estrellas diminutas.

Pasaron otros cinco años antes de que los dos viajeros regresasen a la fortaleza de la montaña. Llegaban polvorientos y cansados y vestidos con harapos y remiendos, y al principio, para vergüenza de todo el reino, fueron tratados como vagabundos y bergantes; pero cuando uno de los hombres mostró el topacio que llevaba colgado del cuello, fue reconocido como el único hijo de la gobernante.

La investidura y celebraciones siguientes duraron casi un mes. En una de esas tantas fiestas, la antigua regente del reino se acercó a los reyes para darles un pequeño obsequio que serían libres de utilizar cuando se sintieran listos: una vela de Babilonia, para alivio de Frank.

Algún día podría regresar a su casa.

El joven octogésimo segundo señor de Stormhold puso manos a la obra y se dedicó a la tarea de gobernar. Tomó tan pocas decisiones como le fue posible, pero las que tomó fueron sabias, aunque su sabiduría no siempre fuese aparente en su momento. Era valiente en la batalla, a pesar de su mano claramente cicatrizada por una quemadura vieja y su evidente discapacidad visual. Sin duda, un estratega muy astuto.

Quizás, lo único cercano a un acto ilegal que había cometió en sus años como rey, fue adoptar, junto a su marido, a dos pequeños niños perdidos en medio del bosque, pero nadie podía negar que los pequeños Frank Jr y Lisa eran la alegría del castillo.

Cambió ligeramente la tradición, haciendo uso de su poder legislativo de manera egoísta por única vez. Ahora tendría un heredero.

Su esposo, Frank Castle no se quedaba atrás, era un artillero muy hábil, un hombre sumamente inteligente y valeroso que venía de tierras distantes (aunque nadie sabía con seguridad cuáles eran y cuan distantes). Cojeaba ligeramente, aunque en Stormhold nadie se atrevía a comentarlo, de la misma manera que tampoco comentaban que, algunas veces, relucía y destellaba en la oscuridad al ver a su marido de reojo.

Tomó aposento en un ala de habitaciones situadas en una de las cimas más altas de la ciudadela, abandonadas hacía largo tiempo, y sin aprovechar por el palacio y su personal: el techo había sucumbido bajo unas rocas caídas hacía mil años.

Nadie había deseado utilizarlas antes, pues estaban todas abiertas de par en par al cielo, y las estrellas y la luna brillaban sobre ellas con tal intensidad a través del tenue aire de las montañas, que casi parecía posible tocarlas y tenerlas en la palma de la mano.

Cada noche, cuando los deberes de estado se lo permitían, subiría, cojeando solitario, hasta la torre más alta de palacio, donde permanecería de pie hora tras hora, sin decir nada, tan solo contemplando el cielo oscuro y observando nostálgico la danza lenta de las estrellas infinitas, pensando en el día en que se reencontrara con sus hermanos y hermanas, diciéndose noche tras noche que ese día no era hoy.

Frank y Matthew fueron felices juntos. No para siempre, pues el tiempo, ese ladrón, a menudo, se lo lleva todo a su polvoriento almacén; pero fueron felices, al fin y al cabo, durante un largo intervalo.

Gobernaron por casi ochenta años, pero todos sabemos que un hombre no puede vivir para siempre. Excepto ese que posee el corazón de una estrella y Castle le había dado el suyo a Murdock por completo.

Cuando sus hijos y sus nietos crecieron fue el momento de partir, esa fue la última noche que Frank miró nostálgico hacia el cielo, ya que el día al fin había llegado.

Fue el momento de usar la vela de Babilonia.

Hasta el día de hoy viven, cuidando a su familia, desde el hermoso cielo estrellado que ahora es su casa.

Felices para siempre, en su hogar: el corazón del otro.

Stardust [Fratt]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora