—Buongiorno, principessa. —Un cuerpo aterrizó a su lado sobre la cama; Gina se removió entre las sabanas y abrió un ojo para mirar a la intrusa—. ¿Cómo dormiste? —Aurora portaba una sonrisa de oreja a oreja, estaba ya maquillada y vestida para conquistar el mundo.
—Mejor de lo que desperté. —musitó, cerrando los ojos con fuerza, esperando encontrar el hilo del sueño perdido.
—Ya pedí el desayuno. —Aurora siguió hablando, no parecía arrepentida por haberla despertado—. Ho fame. —Se lamentó como una niña pequeña.
—Dio, había olvidado lo intensa que te ponías. —Sonrió, resignándose a que el descanso había llegado a su final—. ¿Qué nos pediste?
—¿Qué crees? —Aurora se mostró indignada—. Panini e cappuccino. —respondió con obviedad—. Dai, levántate. —la urgió, cuando alguien tocó a la puerta—. Debe ser el desayuno.
Ansiosa, se levantó y fue saltando hasta la puerta. Gina sonrió desde la cama; se levantó y buscó sus cosas en los sofás. Hizo una mueca al darse cuenta de que debía ponerse lo mismo del día anterior, la disgustaba tener que volver a ataviarse con la ropa en la cual pasó un viaje de tantas horas.
—Tienes una muda de ropa en el armario. —gritó Aurora desde la parte delantera de la suite, donde se escuchaba murmurando con el empleado del hotel.
—Grazie. —agradecida por el gesto, Gina suspiró de felicidad al encontrarse con unos vaqueros cómodos de cintura alta y una camiseta suelta, apropiada para el calor veraniego de Taormina. Unas sandalias simples completaban su atuendo—. Veo que sigues recordando mis gustos. —comentó, terminando de vestirse.
—Lo hago. —La voz no le pertenecía a Aurora. Con lentitud, Gina se giró, más no estaba preparada para la visión que tenía delante de ella.
—¿Edoardo? —susurró, no había esperado encontrarlo ahí. Además, no había nada del chico de veinte años que había dejado seis años atrás, frente a ella se encontraba un hombre hecho y derecho, deslumbrante—. ¿Qué...? —sin palabras, se encogió de hombros.
—Ciao, Gina. —él susurró de vuelta, apoyado en la pared con un hombro y con una sonrisa traviesa en sus labios.
—Aurora no me dijo que vendrías. —Buscó en la habitación a su amiga, pero rápido se dio cuenta de que esta no estaba ahí. Había escapado, la tradittrice.
—Ella tampoco lo sabía. —La excusó su hermano—. Terminé antes con mis negocios.
—Sí, me contó algo de eso. —Una sombra cruzó por el rostro de Edoardo, pero Gina no le prestó mucha atención. Estaba emocionada por tenerlo delante, pero no sabía cómo debía comportarse.
—No quiero hablar de eso. —La cortó. Se quedó en silencio por unos cuantos duros segundos—. ¿No hay abrazo para mí, piccola? —Gina rio nerviosa, más dejó de lado el bolso que sostenía y se acercó a él. Edoardo la encontró a medio camino, estrechándola en sus —ahora más— fuertes brazos.
—Te extrañé tanto. —Su toque, su olor, sus caricias. Recién entonces sus preguntas volaron por el aire, sabía que estaba en los brazos del único hombre que había amado en su vida.
—Yo más, piccola. —Edoardo susurró sobre su pelo, dejando suaves besos en su coronilla—. Yo más. —Algo en su tono de voz, tan vulnerable, hizo que el corazón de Gina se apretara.
—¿Stai bene? —quiso saber cuándo el silencio se prolongó demasiado. Edoardo la dejó ir, al instante extrañó su toque.
—Sí. —Volvió a sonreírle—. ¿Estás lista? —La miró de arriba-abajo, haciendo su cuerpo temblar. Gina asintió, nerviosa.