Edoardo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la cama y miraba un punto fijo en la pared. Con lentitud, Gina se sentó a su lado, pero cuidó de que sus cuerpos no se toquen.
—¿Me odias? —quiso saber, en voz baja. Él la miró por un instante y luego volvió la mirada al frente.
—Eso es imposible. —No supo cómo tomarse esa respuesta—. Solo, me duele que no hayas creído que puedas confiar en mí. —comentó, resentido—. Sé que últimamente cometí muchos errores, pero esto viene desde mucho antes.
—No es una cuestión de confianza. —contradijo Gina.
—¿No? —preguntó con una risa seca—. Hace solo un par de horas me diste una lección sobre eso, Gina. No me digas ahora lo contrario. —Gina suspiró.
—Lucrezia murió esa noche. Y Gina nació. —Dijo, llamando su atención—. No hablaba sobre ella, no pensaba en ella. Soy Gina. —siguió—. No pude contarte sobre alguien quien ya no existía.
—Le contaste a Luccio. —la reprendió—. Y a Sofía. Y...
—A Luccio se lo dijo tu padre. Era el jefe de seguridad y debía conocer cualquier amenaza. —explicó—. Lo de Sofía, es un poco más complicado.
—Dímelo. —pidió.
—Por más unidos que fueran en ese momento, nadie aquí confía en nadie. Cuando decidieron separarnos a Bruno y a mí, ambas familias mandaron a alguien suyo en la casa opuesta. Así nos mantuvimos en contacto. —Explicó con simpleza—. Sofía es una Bianchi y hay un De Santis en su casa.
—Justo cuando creí que ya lo sabía todo. —protestó Edoardo.
—Lo siento. Nunca quise que todo esto sucediera, nunca pensé que Aurora pudiera pagar por...
—No es tu culpa. —la cortó—. No te voy a permitir que pienses eso. —Gina se encogió de hombros; la culpa era una perra difícil de ignorar y cuando te clavaba sus garras, era muy difícil liberarse.
—Pase un año sin hablar, viviendo en un mundo aparte. —Las palabras salieron de la nada—, Cuando finalmente volví a la realidad, estaba viviendo con gente que no conocía y mi hermano no estaba a mi lado. Más, entendí que era lo mejor para él. Le prometí a mamá que mantendría a Bruno a salvo y... no importa cuánto me doliera la lejanía, él estaba bien. —Edoardo apretó su mano y tiró de ella hasta que se recostó la cabeza sobre su hombro. Volvió a ese mundo aparte, donde nada más existía. Fue como un paréntesis en su vida real, ahí podría bajar la guardia—. No soporto la vista de las armas. No sé si porque mi propio hermano estuvo a punto de matarme con una, o porque dentro de mí vive una persona capaz de matar para defenderse. —confesó—. Por eso elegí mi carrera, cada vida que salvo en un paso más cerca de redimirme por eso.
—Fuiste una niña, Gina. Hiciste lo que tuviste que hacer para salvarte. —la calmó Edoardo.
—La culpa no es racional, amore. —susurró—. Sería mucho más fácil lidiar con ella si lo fuera. —sonrió con pesar.
—Cuando tu padre me trajo aquí, fue la primera vez en todo ese tiempo que sentí que podría vivir de nuevo. Que podría estar segura, sin mirar sobre mi hombro. Siempre le seré agradecida por ello.
—¿Y Bruno? —Gina se sorprendió por la pregunta—. Él se quedó con la familia. —Gina negó con la cabeza.
—Bruno la tuvo mucho más difícil que yo. —dijo—. Alessandro Bianchi murió la misma noche que mi mamá. Creo que fue así como nos encontraron, porque ella salió del escondite para estar con Sabina. —le contó—. La mañana siguiente, la mujer había perdido a su hijo, a su hermana y consiguió a dos niños que dependían de ella para sobrevivir.