—Qué extraño es todo esto. —Aurora habló en voz baja a su lado. Gina apenas la oyó, ensimismada como estaba.
—¿Qué cosa? —preguntó.
—Ayer todos intentábamos matarnos y hoy las armas quedaron afuera. —señaló la puerta de entrada de la villa Bianchi, donde los capos y sus familias habían dejado su armamento para mostrarle el último respeto a una signora que todos habían estimado.
—Es la tradición. —explicó escuetamente—. Y aquí, nadie cuestiona las tradiciones. —dijo con un poco de rencor.
Sabina Bianchi se había mantenido alejada de los negocios de su familia. Siempre apoyando a su pueblo, será recordada como la mujer más generosa de esas tierras. Fue secuestrada vilmente siete noches atrás y después de casi una semana de tortura, fue asesinada brutalmente. Una vez más, ninguna familia aceptaba la responsabilidad y, a pesar de la falta de armas, la tensión en el funeral se podía cortar con un cuchillo.
—¿De qué hablan? —Edoardo se acercó por detrás de ellas y se metió en el medio; en absoluto parecía molesto por el lugar en el que se encontraban.
—De las tradiciones. —replicó vagamente—. ¿Iras al funeral? —quiso saber. Su novio asintió.
—Papa insiste. —Y él no estaba de acuerdo, claramente—. ¿Ustedes? ¿Se quedarán aquí?
—No me gustan los funerales. —se excusó Aurora.
—Yo iré. —Decidió Gina, para sorpresa de ambos—. ¿Qué? ¿Tienes algún problema con ello? —No sabía por qué sentía ganas de pelear y porque Edoardo le parecía la persona indicada para hacerlo. Casi se sintió decepcionada al verlo negar con la cabeza.
—¡No! —expresó—. Solo pensé que no tendrías ganas. —se encogió de hombros.
Gina no dijo nada más. Prefería callar, consciente de que todo lo que saldría de sus labios sería una pulla. El humor que manejaba los últimos días era insoportable incluso para ella, pero no podía evitar sentirse como una bomba a punto de estallar.
La comitiva del funeral partió diez minutos más tarde; con los familiares más cercanos y los representantes de las familias. Caminaron cinco minutos hasta el cementerio de la familia Bianchi; cuando el sacerdote comenzó su monólogo, muchos se dispersaron por las cercanías. Gina, por algún juego del destino, quedó en frente a la tumba de Ginevra Ferrara y sus dos hijos.
—No deberías estar aquí. —La voz susurrante vino desde atrás y ella ni siquiera se atrevió a girar para mirarlo.
—Lo sé. —replicó en un hilo de voz. Por el rabillo del ojo podía ver a Edoardo hablando con su padre, no miraba hacia ella—. Tuve que venir. —Esperó una respuesta que nunca llegó. Miró sobre su hombro y se dio cuenta de que estaba sola de nuevo. Turbada, regresó a su puesto, mirando a su alrededor.
Los Bianchi se mantenían como una fortaleza, más con las grietas visibles. Giuseppe, el menor y el más afectado por la muerte de su madre, no ocultaba su malestar y sus lágrimas; a diferencia de su hermano y su padre, cuyos ojos enrojecidos eran la única muestra de que acababan de enterar a un ser querido. Sabina Bianchi quedó descansando al lado de su hermana.
De vuelta a la casa, los ánimos se iban tranquilizando. Los sollozos de las mujeres se escuchaban menos, los sorbidos de Giuseppe tampoco. Iba pegado a Alessandro, como una sombra, como si alejarse de él significaría perder toda su fuerza vital. Observó desde la distancia como, uno a uno, los presentes presentaban sus respetos y aprovechó la confusión para escabullirse a una terraza cercana. Necesitaba un poco de aire fresco.
Pasaron apenas unos minutos hasta que sintió que su soledad se vio truncada. El perfume que trajo el viento le reveló quien era el intruso.
—Lo siento mucho. —musitó, mirando hacia el horizonte. Alessandro se apoyó en la barandilla, a su lado, con la mirada perdida en el mismo punto.