Los funerales eran un territorio neutral. Ahí, las armas se depositaban en cajas de seguridad y todos se acompañaban en los momentos difíciles. Las bodas eran otro momento de tranquilidad en la vida siempre tensa de su pequeño mundo. Especialmente, las bodas entre dos familias rivales. Unos celebraban la unión de dos personas, otros asistían para asegurarse que los nuevos aliados no tenían planes de invasión. Las reuniones de emergencia eran raras; más en los últimos meses, era la segunda vez que las familias se reunían para tratar un problema en común. La excepción esa vez era que las mujeres asistían también, ya que Carlo De Santis había pedido que su encuentro pareciera lo más casual posible. Si esa treta engañaría a los enemigos, no lo sabían, pero era una precaución que debieron tomar. La tensión se respiraba en el aire. La desconfianza era tan evidente en las miradas de los presentes. Los mayores, fieles a sus tradiciones, mostraban un poco de camaradería y se entretenían con conversaciones sin sentido, pero los jóvenes parecían a punto de sacar las armas y dispararse a lo loco. Parada detrás de Edoardo, con dos mujeres desconocidas flanqueándola, Gina observaba a su alrededor. El lugar de Sabina Bianchi permanecía dolorosamente vacío, su hija menor aún no había ocupado su lugar como señora de la casa. Giuseppe estaba al lado de su padre y su hermano mayor brillaba por su ausencia. Y eso, todos lo habían notado.
—Necesito hablar contigo. —Mantuvo su expresión serena, pero la voz de Elisa a su espalda la había sobresaltado.
—¿Adesso? —inquirió. Elisa no respondió, pero aún la podía sentir respirándole en el cuello—. Ahora vuelvo. —Le dio un apretón al hombro de Edoardo y giró para seguir a la mujer—. ¿Qué quieres ahora?
—¿Qué sabes de Alberti? —quiso saber. Gina esbozó una sonrisa.
—Finalmente, ¿decidiste hacerme caso? —Elisa la fulminó con la mirada.
—¿Qué tiene que ver Alberti con la muerte de Luccio? —insistió.
—Pregúntaselo a él. —espetó, dándose la vuelta. Elisa la agarró del brazo.
—Si pudiera, lo haría. —siseó la jefa de seguridad. Gina se soltó de su agarre, pero no sé movió—. Está muerto.
—¿Che cosa? —musitó.
—Fui a buscarlo y encontré su laboratorio destrozado, con su cuerpo pudriéndose. —Un ataque de náuseas sobrevino a Gina, se apoyó de la pared ante un mareo repentino—. ¿Qué sabía él? —insistió.
—Nada. —Respondió con dificultad—. Ese era el problema, precisamente.
—Explícate, Gina. —Elisa estaba al borde de los nervios, pero Gina no lograba hilar dos pensamientos juntos.
—Hablaremos luego. —dijo.
—No, hablaremos ahora.
—¿Sí? ¿Con la casa llena de enemigos? —Elisa pareció pensárselo mejor antes de asentir con la cabeza.
—Me debes muchas explicaciones, Gina.
—Te equivocas. No te debo nada. La única persona a quién le debo algo aquí, es Luccio. Por él estoy hablando contigo. —la rodeó para pasar y volver a su lugar junto a Edoardo. Le pareció que no siquiera se hubiera ido, porque la situación estaba igual como cuando se fue.
—¿Tu hijo no piensa venir? —Escuchó a Raffaelo Rossi preguntarle a los Bianchi y de inmediato todo el salón se quedó en silencio. Todos querían saber la razón por la ausencia de Alessandro.
—Está en camino. —Fue la respuesta escueta del capo, pero Gina vio por el rabillo del ojo como Giuseppe marcaba a alguien con insistencia. Parecía frustrado. Sus miradas se encontraron a través del salón y el menor se encogió de hombros. Ellos tampoco sabían dónde estaba el heredero de los Bianchi.