—No me odies. —pidió Aurora mientras la abrazaba con fuerza.
—No te odio. —sonrió, devolviéndole el abrazo.
Fue pasando de brazos a brazos, a medida que saludaba a sus antiguos compañeros, a sus amigos; su familia. Se sentía feliz solo con estar ahí entre ellos, sin importarle nada más. Por un instante se permitió olvidar todo lo que había cambiado en su ausencia, hasta se sacudió el mal presentimiento que llevaba atormentándola desde que piso el suelo siciliano.
—Quería sorprenderte. —Ya sentados alrededor de la mesa redonda en el comedor principal de la villa —con Edoardo y Aurora flanqueándola— la menor se inclinó hacia ella, aun disculpándose—. Luego podemos tener nuestra tarde de chicas. —ofreció, Gina asintió.
—No es mala idea. —sonrió—. Necesito relajarme un poco.
—Tengo una reunión en una hora. —Edoardo se metió a la conversación, Gina giró para mirarlo—. Después soy libre, si quieres que vayamos a la cabaña. —Aurora soltó un silbido y regresó su atención a la comida; Gina se sonrojó involuntariamente.
—Claro. —musitó, alterada. El hombre asintió, con una sonrisa divertida en su rostro. Debajo de la mesa, le propinó un golpe en el muslo, pero él ni se inmutó—. No te burles de mí. —siseó, aunque él no hizo señal de haberla escuchado, Gina sabía que estaba fingiendo. Al menos tanto lo conocía.
—¿Cómo fueron tus años fuera? —Estaba ansiosa por compartir sus vivencias en la tierra americana, pero la ponzoña en la voz de Elisa la dejó muda por un momento.
—Bien. —Se encogió de hombros, reprimiendo sus sentimientos—. Llenos de libros y carpetas. —agregó, en son de broma.
—Y sangre. —añadió Lucas, el hijo menor de uno de los tenientes de capo.
—Eso también. —Le siguió el juego, pero no sentía la misma fascinación que el chico por el líquido rojo.
Había crecido rodeada de la mafia. Estaba acostumbrada a la sangre, a los gritos de dolor y a la muerte. Pero, nunca se resignó. Por eso, cuando se le presentó la oportunidad de estudiar en el extranjero, había optado por la medicina. Gina no se sentía capaz de empuñar un arma, de arrebatarle la vida a alguien, pero no era una tonta. Era algo que sucedía a su alrededor a base diaria. En vez de causar las heridas, había decidido curarlas; y su tío la había apoyado completamente en su decisión. Tener a un doctor entre sus filas era una ventaja enorme; no dependerían de los médicos que trabajaban en los hospitales. Tampoco se arriesgarían a que alguno de ellos los traicionara con otra familia enemiga.
—Debe ser difícil volver aquí después de saborear la vida en otra parte. —No entendía a donde quería llegar Elisa, pero estaba consciente de la tensión que comenzaba a arrastrarse entre los presentes; no quería pelear con ella.
—Igual de difícil que fue irme de aquí para vivir en otra parte. Uno se acostumbra. —Fue la respuesta más neutral que pudo encontrar, más la otra mujer no se dio por satisfecha. Abrió la boca para decir algo más, pero la voz de Carlo la interrumpió.
—Dejaremos a Gina que descanse por un par de días. —Zanjó, Gina le sonrió agradecida—. Ya tendremos tiempo de ponerla en tanto de todo lo que ocurrió por aquí; además de ver de primera mano lo que aprendió en los Estados.
—Gracias, zio. —Volteó hacia Edoardo, quien volvía a tener una expresión inescrutable en el rostro—. ¿Podemos pasar por el consultorio antes de irnos?
—Claro. Haremos una parada. —le sonrió, pero la sonrisa le salió forzada. ¿Cuál era su problema?
—Antes de que te vayas, tengo que hablar contigo en mi oficina. —se metió Carlo.